DAXDALIA
Escribir es ser otro. Es otra persona (o acaso sea una horda) quien desparrama las palabras prófugas. Hay una suerte de esquizofrenia en el vicio escritural. Son muchas las voces yacientes en la cueva del subconsciente. A veces hablan al mismo tiempo, desgarradas en una cacofonía a la que intentó (sin mucho éxito) ofrecer un digno exilio a la estepa del papel en blanco, donde con un poco de suerte y alguna pizca de ese arrebato que algunos llaman inspiración, serán transformadas en palabra escrita. Pero en el trayecto hacia el exilio de tinta, esa voz sufre mutaciones y cuando finalmente se produce la metamorfosis en letras, hay sobre la estepa blanca una criatura a la que a menudo cuesta reconocer. Una criatura que en nada se parece a la lumbre que ardía en el pozo interior. ¿Quién carajos ha escrito esas palabras? ¿Habitaba acaso ese absurdo personaje dentro de mí? Escribir es transformarse, enmascararse. O acaso escribir sea aceptarse poseso y resignarse a vivir habitado por entes externos.
Escribir puede ser un exorcismo o un intento de armisticio con nuestros demonios. Escribir es liberarlos y ponerles nombre. Nuestros diablos compañeros se vuelven personajes, pero también se vuelven mundos, atmósferas. Cada uno tiene una voz distinta. Los hay vulgares, sencillos, furiosos o elegantes. Cada uno lleva consigo un caudal de obsesiones, tercos pensamientos y emociones que, disfrazadas con el mentiroso traje de las palabras, intentan crear universos alternos.
En esta antología del caos habitan mundos, historias y personajes a los que he ido liberando a lo largo de la vida. El concepto fundacional más antiguo de todos nació en mi infancia (a los ocho o nueve años de edad) y se llama Daxdalia. No me pregunten por favor por raíces etimológicas o significados ocultos. Inventé esa palabra sin cable a tierra para nombrar a todo el universo interior donde nacían mis personajes. Confieso que de niño imaginaba a Daxdalia como una especie de isla en un océano cósmico. En algunos viejos cuadernos escolares me di a la tarea de ir trazando su cartografía. Sí, en alguna ocasión traté de materializar en mapa un concepto abstracto. Daxdalia tenía una ciudad capital llamada Drudolph, una ciudad Sagrada llamada Sacrosdal y una espectral región de hielos eternos al Norte, habitada por diablos y seres oscuros. Daxdalia tuvo reyes y caudillos; rebeliones y cataclismos. En un par de cuadernos escolares que navegan en el río siempre revuelto de mi librero, he dado con algunas de las cartografías absurdas que dibujé siendo niño. Imaginé mil y un historias para Daxdalia, pero escribí muy pocas y de esas, apenas sobreviven si acaso un par, escritas en lápiz sobre cuadernos cuadriculados. La Daxdalia original se parecía más a la literatura fantástica, una especie de Tierra Media. Algún día llegué a fantasear con la idea de crear una lengua para Daxdalia, lengua a la fecha nonata (obvia aclarar).
Con el paso del tiempo el concepto cartográfico de Daxdalia fue mutando lo mismo que las historias fantásticas. Daxdalia se transformó en el concepto para definir todo lo que ocurría en mi interior. Daxdalia era mi universo, mi refugio de un mundo real del que siempre estoy intentando evadirme. Así las cosas, toda historia de ficción que creaba nacía en Daxdalia.
En la adolescencia empecé a intentar dar estructura narrativa a algunas historias cuyo resultado final era siempre un desastre. Todas esas historias fueron escritas a mano en libertas de secundaria. La mayoría se perdieron y muy pocas fueron pasadas a máquina. En cualquier caso ninguna me gustó demasiado. Mi conclusión era siempre que yo no podía haber escrito eso. Entonces de la misma forma que creaba personajes, empecé a crear creadores. Escritores con una historia personal a cuestas, muy distinta a la mía, eran quienes creaban esos relatos.
Al llegar a los tempranos veinte, me di cuenta que yo era incapaz de respetar un estilo narrativo. A menudo brotaban como escupitajos de mi pluma relatos atiborrados de vulgaridades, u otros afectados de un rimbombante estilo decimonónico. Dado que la furia suele ser una musa recurrente, empecé a escupir historias cargadas de odio en estado puro y esa pureza sólo podía reflejarse en lenguaje explícito. Pero había a la par historias más sosegadas que optaban por cierta pulcritud casi académica, mientras que otras cargaban a cuestas una inocentona sencillez propia de un novato sin mucho kilometraje literario.
Un día me di cuenta que había ido desparramando por ahí demasiados relatos, aunque hermanarlos bajo un mismo estilo o eje temático era imposible. A la par de esos relatos, iban naciendo alter egos literarios cuya hoja de vida era en sí misma una historia. Algunos de esos alter egos se volvieron omnipresentes compañeros de viaje con un sólido anecdotario a cuestas. Cuatro o cinco se han transformado en personajes de novelas aun no publicadas, aunque aquí decidí traerlos en su faceta de escritores. Recuerdo exactamente el momento en que nació Amber Aravena mientras caminaba por una improbable playa privada en Cabo San Lucas, una tarde en que escapé a mis deberes como enviado a la cobertura del foro de la APEC en Los Cabos. Ipanema Dávila había nacido un par de años antes también durante una solitaria caminata playera, en El Vigía de Tijuana. La idea de la Universidad de Baborigame, nació durante mi autoexilio a ese pequeñísimo poblado de la sierra Sur de Chihuahua durante la Navidad de 1995. Otras fantasías han abrevado de pesadillas infantiles, como es el caso de los niños calvos.
Tras pasar un verano inmerso en la escritura de un epitafio para el universo de la palabra impresa y sumergirme después en relatar la existencia de un extravagante personaje, mis demonios literarios exigían a gritos una desintoxicación de mundo real. Nada de crónica o ensayo. Pura y vil fantasía. Nada de escritura apolínea; sólo escritura dionisiaca. Escribí entonces en tiempo record una novela de adolescente tardío llamada 1991 (que a la fecha aun no publico) y retomé después el añejo proyecto de ir recogiendo las mostrencas piezas de ese rompecabezas narrativo yaciente en cuadernos escolares para darle forma de antología. Una antología sólo posible dentro de una absurda cartografía como la de mi infantil Daxdalia.
Lo siento, pero en los últimos meses me ha dado por pelearme con la realidad. Aunque mi formación y mi ruta de vida ha sido como reportero (un tipo que le jura al mundo contar o descubrir verdades) me confieso en mi elemento relatando las vidas de personajes que no existen.
Cada día de mi vida veo a mi hijo Iker saltar y emocionarse mientras imagina mundos fantásticos y recrea con absoluta precisión los diálogos de los personajes que hacen volar altísimo su imaginación (Caillou es en este momento el favorito) Sonríe y se ríe. La altura de sus brincos es el termómetro de la emoción. Pienso que le he heredado la manía de saltar y agitar los brazos al emocionarse. También el ritual de hablar solo a cada momento, algo que a mi edad adulta no he podido superar. No sé si sea una buena herencia, pero por ahora es lo único que le he heredado. Nuestra presencia física dice que estamos aquí, pero a menudo Iker y yo estamos volando muy lejos (“cuando me mires a los ojos y mi mirada esté en otro lugar”, es la estrofa de Charly García que resume mi paso por la vida).
Siempre hay por ahí algún cable a tierra que me trae de regreso al mundo cuando me estoy yendo. Es el cable del periodista, del ensayista y del cronista. El cable de un tipo que a veces debe pensar con la estructura del dos más dos que le ha permitido sobrevivir casi cuatro décadas. Pero en esta absurda cartografía el cable a tierra ha sido cortado por completo. Conste que lo he advertido: aquí no hay nada del mundo real. Bienvenidos a Daxdalia.
DSB