Eterno Retorno

Thursday, May 21, 2020

La noche más larga de Tlaxcalantongo

Perdido en la inmensidad de la sierra poblana, sometido a la tiranía de las omnipresentes lluvias e inundado por el aroma de los cafetales, yace Tlaxcalantongo, pequeño poblado del municipio de Xicotepec. Menos de 2 mil habitantes tiene actualmente este pequeño villorrio cafetalero cuyo nombre se hubiera perdido en un rompecabezas de infinitos pueblos serranos, de no haber sido por una eterna noche de furiosa tormenta que ha tatuado el nombre de Tlaxcalantongo en la historia de México. A veces la naturaleza, el destino, la aleatoriedad o vaya usted a saber qué dios caprichoso, se encargan de engalanar las tragedias con el escenario teatral perfecto. Tlaxcalantongo, Puebla, fue el escenario del único asesinato de un presidente en funciones que registra la historia del país. Aunque el crimen a mansalva o el paredón han sido el cruel destino de algunos mandatarios mexicanos, en casi dos siglos de historia republicana sólo un presidente en funciones ha sido asesinado y el escenario de su muerte fue Tlaxcalantongo. Cierto, Francisco I. Madero fue asesinado a traición, pero el crimen se cometió tres días después de su renuncia a la Presidencia. También Vicente Guerrero fue traicionado y fusilado, pero su ejecución de produjo cuando ya había sido derrocado, mientras que Obregón fue asesinado siendo presidente electo. El único presidente mexicano asesinado en el ejercicio del poder se llama Venustiano Carranza. Aunque a algunos les sorprenda, la historia de Estados Unidos registra más asesinatos de presidentes en funciones que la de México, pero ya habrá tiempo para la historia comparada. Por ahora, hablemos un poco del Barón de Cuatro Ciénegas. “Voy a cantar un corrido de muerte y desesperanza, de cómo fue perseguido don Venustiano Carranza. Noche del 5 de mayo de 1920, tuvo una junta en Palacio con lo mejor de su gente. Pero el destino tenía, trazados ya sus senderos, don Venustiano debía morir de tiros arteros”. Cientos de veces escuché en mi infancia aquel disco en el que Ignacio López Tarso narraba con su inigualable estilo la muerte de Carranza, alternando sus palabras con corridos. Lo escuché de niño en el tocadiscos de la sala y lo escucho ahora mismo, al momento de escribir esta columna, en el iPod. No exagero si les digo que aprendí de memoria el recital y tampoco exagero si les digo que me produce la misma emoción. Debo aclarar que Venustiano Carranza no es ni ha sido nunca santo de mi devoción. El primer jefe del Ejército Constitucionalista fue un político consumado, con todo lo bueno y lo malo que el concepto puede encerrar. Fue un visionario, cierto, pero también un oportunista. Norteño de clase acomodada y de filias porfirianas, Carranza fue uno de los “viudos” de Bernardo Reyes, pues al igual que miles de personas en todo el país, vio al gobernador de Nuevo León marchando en caballo de hacienda para ser el sucesor de don Porfirio, hasta que el anciano dictador lo mandó a un exilio diplomático. Cancelada la candidatura de don Bernardo, Venustiano y otros tan tos reyistas se unieron, por pura y vil conveniencia, a la causa de la no reelección abanderada por Francisco I. Madero. Sin embargo, la irrupción de Carranza por la puerta grande de la historia de México se da en marzo de 1913, a los 53 años de edad, cuando siendo gobernador de Coahuila, proclama el Plan de Guadalupe en el que desconoce la usurpación del asesino de Madero, Victoriano Huerta. A diferencia de Villa, Zapata, Ángeles, Obregón y el propio Madero, nacidos todos entre 1873 y 1880, Venustiano, nacido en Cuatro Ciénegas en 1859, irrumpe en al gran teatro de la historia ya con cierta edad. Autoproclamado primer jefe del Ejército Constitucionalista, Carranza es el gran jefe político de la rebelión triunfante, destinado a ocupar la silla vacante del usurpador Huerta. Es entonces cuando la Revolución, como Cronos, se come a sus hijos. Para quitarse de encima a Villa y a Zapata, Carranza pacta con Obregón, quien en los campos de Celaya le allana el camino a la Presidencia. Del Congreso constituyente de Querétaro y la Constitución de 1917 hablaremos en otra ocasión, pues el tema nos daría para varias páginas. Basta señalar que Carranza, como Juárez, fue capaz de vender su alma al diablo de barras y estrellas para conservar el poder. Así las cosas, el constitucionalista no dudó en abrir la frontera para que entraran a México las tropas estadounidenses de Pershing, que hicieron el ridículo persiguiendo infructuosamente a Pancho Villa. También fue capaz de asesinar a traición, pues la muerte de Zapata en Chinameca no hubiera sido posible sin los engaños de Jesús Guajardo y Pablo González, esbirros carrancistas. Pero así como Venustiano traicionó, también fue traicionado. Álvaro Obregón, el hombre que allanó su camino a la Presidencia, fue también quien le allanó el camino a la muerte con el Plan de Agua Prieta. El tratar de imponer al timorato Ignacio Bonillas como sucesor le salió muy caro a don Venustiano. Cuando ve que la marea de la revuelta sonorense acercarse a Palacio Nacional, Carranza sale de la Capital rumbo a Veracruz llevando consigo tesoro nacional y gabinete a bordo del tren. En el camino, la caballería de Guadalupe Sánchez los hace descarrillar y con lo que queda de sus maltrechas tropas, huye a la sierra poblana, en donde el Judas del constitucionalismo, Rodolfo Herrero, los lleva con engaños a la trampa de Tlaxcalantongo. La madrugada de aquel 21 de mayo de 1920 se desata el diluvio sobre pueblo cafetalero. Carranza duerme profundamente en un jacal. A los truenos del cielo sigue el rugir del máuser en la tierra. En las tinieblas brillan los fogonazos alumbrando las caras de los asesinos. Las paredes de palma del humilde jacalito quedan despedazadas por las balas, lo mismo que el cuerpo de don Venustiano. Sólo queda el olor a pólvora y tierra mojada. Aún no amanece en Tlaxcalantongo.

Hace cien años llovía fuerte en Tlaxcalantongo y entrada la madrugada, las paredes de palma del mísero jacal donde dormía Venustiano Carranza fueron despedazadas por los kilos de plomo descargados por el pelotón de Rodolfo Herrero. Cuesta trabajo creerlo, pero el Barón de Cuatro Ciénegas ha sido el único presidente mexicano asesinado en funciones (Madero fue muerto a los tres días de su forzada renuncia y a Obregón lo mató Toral siendo presidente electo). Debo admitirlo: don Venus nunca me ha caído nada bien. Me cuesta trabajo perdonarle que haya fusilado a Felipe Ángeles o que haya asesinado a Zapata valiéndose de una traición tan vil como la ejecutada en Chinameca. En cualquier caso, su final es dramático, una novela digna del mejor Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán. Si quieren sentir en carne viva el drama de Tlaxcalantongo, escuchen la narración de Ignacio López Tarso “Emboscada a la Constitución, muerte de Carranza”. Es desgarrador cómo Tacho narra la historia desde el momento en que el de Cuatro Ciénegas sale huyendo de la capital rumbo a Veracruz llevando en el tren el tesoro nacional y el archivo. A medio camino, el tren es acribillado y descarrilado por la tropa de Guadalupe Sánchez. Al final le acaban matando a toda la escolta, otros lo traicionan o de plano huyen y Carranza, solo y desamparado pero aún presidente, se oculta en la sierra de Puebla con los poquísimos hombres que le quedan. En la abrupta serranía se produce el encuentro providencial con Herrero (el Judas del Constitucionalismo) quien le ofrece albergue en el jacal de Tlaxcalantongo. Fue su sentencia de muerte. Vale la pena leer también la crónica de Francisco L.Urquizo, uno de los poquísimos hombres que acompañó al Primer Jefe hasta su última morada y que vio su cadáver al amanecer de ese 21 mayo de 1920. Mucho ha llovido desde entonces. Sólo queda el olor a pólvora y tierra mojada.

Wednesday, May 20, 2020

La matazón nos da a llenar, pero no todas estas toneladas de carne humana que debo acomodar en el frigorífico son producto de la disque guerra del narco. El gobernador te va a decir que cada muerto es un pillo mañoso que se buscó su muerte y se la merecía, pues de esa forma las buenas conciencias se sienten tranquilas y a salvo, pero yo sé que no es así. Muchos de los muertos ni la debían ni la temían. A muchos los mataron en algún asalto, por robarles el celular o los tenis, por estar en el lugar equivocado cuando se soltó la balacera. A otros les dieron piso nomás porque sí, por las razones de siempre, las que solían costar la vida en los tiempos en que yo era morrito: por andar de cabrones y cogelones con la persona equivocada (la más típica); por cobrarse una afrenta añeja o una deuda impagable; por echarle una mirada pasadita de culera a un compadre malacopa; por andar escuchando banda y corridos con el volumen a tope a las tres de la mañana; por estacionar el carro en la cochera del vecino; por tronar los chicharrones y demostrar quién es más cabrón y quién la tiene más grande; por mexicana y tijuanera alegría. A esos súmale los que se mueren accidentalmente, que también son un chingo: los deportados que amanecen tiesos en el canal con una jeringa enterrada entre los chancros llagados de sus brazos; los atropellados en la Vía Rápida y en la Avenida Internacional cuando van huyendo de la placa; los que se mueren de hepatitis, de cirrosis, de tuberculosis o nomás de pinche frío envueltos en papel periódico debajo de un puente. También esos cuentan y hacen bulto. Y ni hablar de los suicidas, que también son epidemia. Lo de darse muerte siempre ha sido una alternativa, una puerta disponible para quien quiera abrirla, pero en los últimos años parece más bien una puerta giratoria de centro comercial que no para de dar vueltas. Los hoteles malamuerteros de la zona norte son los favoritos de los que se matan por su propia mano, pero también los condominios de lujo con vista al Océano Pacífico. Gringos viejos para quienes la Baja es un moridero y que al final acaban aquí, ocupando espacio en el suelo en lo que el consulado averigua si acaso sobra por ahí un improbable familiar que quiera aventarse el tiro de reclamar y repatriar el cuerpo. Mientras eso sucede nosotros lo guardamos.

Acaso en la caja negra del subconsciente, donde habitan los recuerdos fundacionales, esté guardada esa primera imagen del rostro de Tilde con ojeras de mapache, labio roto y el rostro deslavado de mucho llorar y poco dormir. Tal vez quede por ahí algún flashazo del camino de regreso hasta la casa de tus abuelos en Ensenada, mientras ella alternaba los arrumacos que te iba haciendo con vagas y evasivas respuestas sobre las incidencias del viaje y tú repetías sin cesar la palabra Tilde, a la que seguía una risilla generalizada de la familia celebrando la ocurrencia.

Sunday, May 17, 2020

Esa gran fabuladora llamada memoria me ha llevado de paseo por la serpenteante ruta de ascenso a la meseta de Chipinque. De pronto, revivo la tortura de mis infantiles mareos a bordo de la combi familiar, compensada por la ilusión de ver a los leones en el foso y arrojarme por los descomunales resbaladeros de piedra. Desde las alturas, el entonces despoblado Valle Oriente es una suerte de Lilliput en donde apenas se distinguen - mostrencos y desolados- los tubos de la Plaza de la Alianza, edificada para signar el nuevo pacto de unión entre los empresarios regiomontanos y el gobierno federal luego del drástico rompimiento con Luis Echeverría. Fue en Chipinque donde bebí mi primera cerveza completa a mediados de los años ochenta durante una carne asada en donde los adultos se olvidaron de llevar sodas. A esos utópicos reinos invisibles pertenece el Nuevo León de mi nostalgia y acaso sean las fábulas de mi saudade las que me juran que había un foso con leones en Chipinque; zorros grises en la Quinta González y tlacuaches colgando de las ramas de los árboles de nísperos; coyotes que bajaban del cerro Loma Larga; arroyos con peces y culebras en medio del Río Santa Catarina y alcobas con literas, vagón comedor y bar en el Regiomontano. La verdad, tampoco estoy tan seguro de haber bebido esa cerveza en Chipinque y de haber escuchado esa charla secesionista. El Nuevo León de mi saudade ya no existe, pero a estas alturas me pregunto si alguna vez de verdad existió.