A ojo de pájaro nocturno el muro es una víbora de luz reptando sobre una topografía imposible; torrente de mil y un focos serpenteantes entre la colina y el barranco; una interminable herida sobre la espalda de la noche sangrando rayos infrarrojos. Desde la altura del ave, el destello es cegador como el largo brazo de un sol mutilado sobre la Tierra. Desde el asiento del avión que despega en vuelo de media noche aquello es un látigo de focos cual afiladas puntas. Aún en las madrugadas de tiniebla pertinaz y neblina baja, el muro brilla como una constelación de infinitos destellos. No hay sombras cómplices ni mantos protectores frente a los ojos eléctricos con visión nocturna y los sensores capaces de detectar la respiración de una liebre. El muro es un monstruo guardián que nunca duerme.
Desde el oráculo cartográfico de Google Maps el muro diurno es una llaga gris, amorfa protuberancia que corre paralela a una interminable avenida; desciende y asciende por un cañón al que llaman del Matadero e irrumpe entre bordes y desfiladeros hasta internarse en el Océano Pacífico.
Comencemos esta historia contemplando el entorno desde las alturas, usurpando el ojo de un pájaro que vuela sobre la frontera. Digamos que es media noche, o la zona profunda de la madrugada. Elijamos entonces un ave nocturna, algún improbable tecolote prófugo y errante al que le dé por volar sobre un látigo de luces que no dejan nunca de brillar. Preferible en todo caso la rapaz de las tinieblas al omnipresente helicóptero cuyo revoloteo no frena. El muro es una serpiente de focos, un brazo brillante extendido sobre la espalda de la noche. Si la vista se enfoca bien y el destello de la luz lo permite, es posible distinguir que el muro es una vértebra dividida en tres. Hay lámina carcomida, metal y piedra; entre ellos el espacio suficiente para que pueda correr una patrulla. Hay torres, puertas metálicas; alambradas de mil y puntas afiliadas; ojos eléctricos con visión nocturna y sensores capaces de detectar la respiración de una liebre. El muro es el monstruo guardián que nunca duerme; es nuestro parámetro, una cicatriz cada vez más visible, la columna vertebral que marca la cartografía de esta historia.
Saturday, December 27, 2014
Friday, December 26, 2014
El limitadísimo inventario de palabras. Las palabras yacientes, como legos mostrencos de una pieza necesariamente incompleta. Hagas lo que hagas no podrás hacer gran cosa. Hasta la más sofisticada arquitectura será siempre limitada. Tu inventario es finito. Frente a ti están sus fronteras y no tienes los huevos ni la creatividad para transgredirlas. Tu cabecita no da para crear un nuevo lenguaje y estás condenado a utilizar parafernalia de segunda y tercera mano; a acomodar las piezas que mil y un imbéciles han acomodado mil y un veces. Las piezas que acomodan ahora mismo; las que irremediablemente seguirán acomodando.
Presagios y cuentas regresivas. Los inocentes pasos fatales rumbo al cadalso. La más ordinaria despedida, la tarde de modorra que antecede al Infierno; la sombra siempre oculta, en omnipresente acecho. Aún en tu cuadro de cariñitos y sonrisas ella está ahí, reloj en mano, con la cuenta regresiva de los minutos, deshojados como una flor moribunda en otoño.
Para ser un detractor del cine hay demasiadas secuencias e imágenes construyendo el relato en cámara rápida de tu vida. Cuarenta años y una memoria prodigio confinados a seis o siete imágenes, estampitas desfilando rumbo al hoyo negro que todo ha de chuparlo. Y la vida tan presurosa, tan mórbida e impúdica la pinche vida, espetando con desparpajo su absurda condición.
Entregarse al abrazo de la Muerte como quien se sumerge en una bañera de agua caliente en medio de la nieve. Hace unas cuantas noches me sumergí en ese baño tibio, pero solo hasta ahora que releo mi cita de Kareinina en Racimo de Horcas reparo en el significado. Retorno a la uterina paz, volver a la condición de semilla.