LA GENERACIÓN DE LOS SETENTA DESNUDA SU ALMA- Canción de tumba- Julián Herbert- Mondadori- El cuerpo en que nací- Guadalupe Nettel- Anagrama. Por Daniel Salinas Basave
Los puristas del arte de la novela dicen que el buen novelista debe estar siempre oculto en las sombras. Su mano debe revelarse en la credibilidad psicológica de los personajes, en la pureza del estilo o en la profundidad de su inmersión en el territorio siempre abrupto y complicado de un entorno ficcional. Un buen novelista debe crear una atmósfera situacional donde deambulen seres creados por su imaginación. Esas manías de autores que se revelan a sí mismos hablando sobre sus métodos e indagaciones y se inmiscuyen como impertinentes personajes en las historias de los otros, son, bajo el criterio de los “puros”, egocéntricas abominaciones. En esta primavera de 2013 he tenido la oportunidad de alternar la lectura de dos excelentes novelas “ortodoxas” con un par de experimentos narrativos autobiográficos. Las dos novelas “old school” que he disfrutado son El tango de la guardia vieja de Arturo Pérez Reverte (comentada en la pasada edición de InfoBaja) y La fragilidad de los cuerpos, de Sergio Olguín. Aunque son novelas de reciente creación, su canon es tradicionalista. Muy disfrutables, entretenidas, capaces de mantenerte despierto en la madrugada. Con trama, suspenso, emociones, chicas bellas, galanes heroicos, e infaltables dosis de erotismo y violencia. Son dos novelas muy bien escritas, cierto, pero llega un momento en que sus personajes y situaciones abusan del cliché. En contraparte (y casi al mismo tiempo) he leído un par creaciones de narradores mexicanos nacidos en los años 70 donde la trama y el suspenso brillan por su ausencia, suplidas por una voz narrativa derrochadora de fuerza expresiva y malicia literaria. Estos dos libros son Canción de tumba, de Julián Herbert (Acapulco, 1971) y El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel (México DF, 1973). Además del vínculo generacional y de nacionalidad, los trabajos de Nettel y Herbert se hermanan en que los personajes son los propios narradores y el contexto son sus propias vidas, o un aspecto de sus vidas, que abreva de ese cimiento de nuestra psique que es la primera infancia y la relación con la familia. Ni siquiera sé si tengo derecho a llamarlas novelas, pues como ensayos híbridos funcionan de maravilla. Tal vez no sea lo más afortunado iniciar con odiosas comparaciones, pero me parecen necesarias para dimensionar la trascendencia de este par de creaciones. Empecemos por Julián Herbert y empecemos yendo al grano: Canción de tumba es sin duda el libro más fuerte que he leído en lo que va del 2013 y una de las más gratas sorpresas que me he llevado en los últimos años con un narrador mexicano. A Herbert lo había leído en su fase de cronista en la revista Gatopardo, pero Canción de tumba es en verdad punto y aparte. Un libro-navaja capaz de cortarnos y desollarnos en lo más profundo. Vaya, si entramos en los terrenos del desvarío ontológico nacional y nos remitimos a esas piedras angulares llamadas Laberinto de la soldad y Jaula de la melancolía, debemos concluir que Julián Herbert despedaza un tabú. No pocos ensayistas han reflexionado sobre el rol dual de la madre mexicana en la psique nacional, pero hasta ahora no me había topado con un narrador que se confesara sin tapujos ni medias tintas como hijo de una puta. Herbert toma por los cuernos el gran insulto universal de la raza humana: Son of a bitch, Fils de pute, Sohn eines Weibchens, el non plus ultra de la humillación y el infortunio. La madre que avergüenza, a la que se repudia y ama con igual intensidad; chingada, rajada, abierta, profanada por el padre al que odiamos y admiramos. Canción de tumba son las palabras insurrectas que brotan de la pluma de Herbert junto al lecho de su madre moribunda en el Hospital Universitario de Saltillo, Coahuila. Una madre que a lo largo de su vida utilizó muchos nombres, tantos como hombres hubo en su cama e hijos en su vientre, todos de padre distinto. La mujer, consumida por el cáncer, se muere lentamente en su cama de hospital mientras su hijo-enfermero destapa la bodega del subconsciente y empieza a narrarnos su primera infancia, en los cuartos de ese célebre burdel acapulqueño llamado La Huerta. No es por cierto un rasgado de vestiduras o un azote autocompasivo. En el relato de Herbert hay crudeza extrema, cierto, pero también ironía y un negro sentido del humor. Alejado de apologías, condenas o moralinas, Herbert hace de su madre un personaje al que acabamos queriendo precisamente por su humana ambigüedad y sus contradicciones, por esa su generis dignidad mantenida dentro del pozo de lo indigno. Una madre promiscua e irresponsable que arrastró a sus hijos entre polvaredas de miseria y desgracia y que por alguna razón, nos acaba por caer bien. No es posible permanecer indiferente ante un libro como Canción de Tumba, como no es fácil bucear en las heridas siempre sangrantes de Edipo. El cuerpo en que nací de Guadalupe Nettel es también un relato íntimo, confesional, psicoanalítico, aunque no es una punta de cuchillo o un espumarajo de mezcal en carne viva. El punto de partida de Guadalupe Nettel es, en el sentido más literal de la palabra, una sombra. La narradora abre su relato hablándonos de una pequeña nube blanca sobre la mácula de su ojo que la obligó a crecer en su primera infancia llevando un parche y a desarrollar un excepcional sentido del tacto. Lo que parte como el triste relato de una infancia condicionada por un desperfecto anatómico, va derivando en una complicada constelación familiar. A diferencia de la miserable infancia de Herbert, errabunda y llena de carencias, la narradora de El cuerpo en que nací crece en un hogar pequeñoburgués donde no falta el dinero, aunque como en todo ecosistema familiar, hay monstruos dormidos bajo la superficie. En su intimidad, la historia de Nettel refleja esa sui generis infancia que hemos vivido los nacidos en los setenta, hijos de padres en transición entre un mundo que deseaba (sin mucho éxito) romper las ataduras con el pasado. Seres que nunca aprendieron a ser adultos. Los padres de la narradora la juegan de modernos, de progresistas y liberados, aunque al final la cacería de sus deseos reprimidos acabe naufragando en perjuicio de sus hijos. Aunque le falta la crudeza y la brutalidad del relato de Herbert, El cuerpo en que nací derrocha sensibilidad. Dentro de la novela, la de Nettel es una confesión en el diván de una psicoanalista. Un monólogo largo que sin embargo fluye dulce, diría hasta musical. Es la suya una prosa elegante, precisa, limpia y casi minimalista. En la narrativa de Nettel el cuerpo puede transformarse en frasco, envase, bolsa o imperfecta estructura que contiene algo en su interior. Un envase accidental que sin embargo nos condiciona, como nos condiciona y nos marca ese otro accidente llamado familia, con cuyos errores y sueños frustrados deben cargar los hijos. Ignoro si semejantes ejercicios de brutal honestidad autobiográfica sean el único presente posible para la narrativa mexicana y si el único camino futuro de los escritores sea desnudarse y confesarse, pero lo cierto es que en su poética estas narraciones nos palpan en las llagas del alma. A la novela de aventuras y chicas guapas llega un momento en que le digo: me entretienes, pero no te creo. A Nettel y a Herbert en cambio les creo y dan la impresión de mirarme a los ojos. Parece que la híbrida narrativa autobiográfica supera a la ficción pura. Verano de Coetzee y Diario de Invierno de Auster, por ejemplo, están entre lo mejor que han parido este par de novelistas. Acaso todo escritor del universo solo desea contarnos su vida, aunque para ello se valga de mil y un disfraces. No sé qué sigue para Herbert y Nettel, pero intuyo que este par de libros exorcismo han marcado un umbral.