Eterno Retorno

Tuesday, September 21, 2021

La ciudad se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo

 


La ciudad se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo, uno tras otro, cada uno con los minutos contados. En el Hospital General recibimos a los que nadie quiere recibir, a los no afiliados al Seguro Social, a los que nunca han podido destinar un peso para pagar un médico privado, los mil y un sobrevivientes de la economía subterránea, la carne de cañón machacada por las fauces de esta gran bestia urbana. Deportados, indigentes, paracaidistas, migrantes recién llegados. Entonces me acostumbré a ver morir y me acostumbré rápido.

Con todo, dentro una sucesión de jornadas idénticas y aun cuando  parecíamos vacunados contra cualquier forma del horror, hubo días o momentos que nadie olvidaremos. Fue al final del verano del 83. La paciente era una pocha de Los Ángeles, una hommie de treinta y tantos que parecía  de sesenta, demacrada, carcomida, con manchas rosas en la cara, ardiendo en fiebre, tan moribunda y en la ruina como tantos de los que cruzan por esa puerta. La diferencia es que la pocha aterraba a todo el mundo y nadie se le quería acercar.

Fue la doctora Remedios Lozada quien la atendió. Aunque estábamos saturados, se le destinó un cuarto propio que fue  aislado por completo con medidas de seguridad que nunca antes habíamos empleado. No cualquiera podía entrar y para hacerlo había que cubrirse por completo con un traje hermético. Se trataba, al parecer, de esa nueva enfermedad tan rara que estaba matando homosexuales y haitianos en Estados Unidos y aún desconocíamos  casi todo de ella. La doctora me eligió como su asistente en ese arduo proceso. Entrábamos a aquel espacio con el cuidado y el terror de quien manipulará material radioactivo sabiendo que ahí, sobre esa cama, yacía algo terrible y desconocido para la ciencia, algo oscuro y mórbido que no alcanzábamos a dimensionar. Ese era el primer caso registrado en un hospital mexicano.  Tal vez hoy lo acabamos por asumir como algo cotidiano, pero en 1983  en verdad aterraba. Aquel sarcoma era el rostro de lo que entonces era visto como una plaga apocalíptica. La paciente murió a las pocas semanas. Su recuerdo se nos quedó para siempre. Sería la primera de muchísimos enfermos que vendrían a morir en nuestras camas. Escuálidos, carcomidos, devastados por la neumonía o la diarrea y marcados por el estigma de lo aberrante. Eran los nuevos leprosos, los apestados a los que nadie quería acercarse.