La ciudad se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo
La ciudad
se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo, uno tras otro, cada uno con
los minutos contados. En el Hospital General recibimos a los que nadie quiere
recibir, a los no afiliados al Seguro Social, a los que nunca han podido
destinar un peso para pagar un médico privado, los mil y un sobrevivientes de
la economía subterránea, la carne de cañón machacada por las fauces de esta
gran bestia urbana. Deportados, indigentes, paracaidistas, migrantes recién
llegados. Entonces me acostumbré a ver morir y me acostumbré rápido.
Con todo,
dentro una sucesión de jornadas idénticas y aun cuando parecíamos vacunados contra cualquier forma
del horror, hubo días o momentos que nadie olvidaremos. Fue al final del verano
del 83. La paciente era una pocha de Los Ángeles, una hommie de treinta y
tantos que parecía de sesenta,
demacrada, carcomida, con manchas rosas en la cara, ardiendo en fiebre, tan
moribunda y en la ruina como tantos de los que cruzan por esa puerta. La
diferencia es que la pocha aterraba a todo el mundo y nadie se le quería
acercar.
Fue la doctora Remedios Lozada quien la atendió. Aunque estábamos saturados, se le destinó un cuarto propio que fue aislado por completo con medidas de seguridad que nunca antes habíamos empleado. No cualquiera podía entrar y para hacerlo había que cubrirse por completo con un traje hermético. Se trataba, al parecer, de esa nueva enfermedad tan rara que estaba matando homosexuales y haitianos en Estados Unidos y aún desconocíamos casi todo de ella. La doctora me eligió como su asistente en ese arduo proceso. Entrábamos a aquel espacio con el cuidado y el terror de quien manipulará material radioactivo sabiendo que ahí, sobre esa cama, yacía algo terrible y desconocido para la ciencia, algo oscuro y mórbido que no alcanzábamos a dimensionar. Ese era el primer caso registrado en un hospital mexicano. Tal vez hoy lo acabamos por asumir como algo cotidiano, pero en 1983 en verdad aterraba. Aquel sarcoma era el rostro de lo que entonces era visto como una plaga apocalíptica. La paciente murió a las pocas semanas. Su recuerdo se nos quedó para siempre. Sería la primera de muchísimos enfermos que vendrían a morir en nuestras camas. Escuálidos, carcomidos, devastados por la neumonía o la diarrea y marcados por el estigma de lo aberrante. Eran los nuevos leprosos, los apestados a los que nadie quería acercarse.