El espíritu de Gógol en Cholula
Recientemente tuve el honor de participar
como jurado en el Primer Premio Nacional de Cuento de la Universidad de las
Américas Puebla junto con mis colegas Verónica Gerber e Iván Soto.
Esta es la primera vez que se
convoca a este certamen y lo verdaderamente destacable fue su extraordinaria
capacidad de convocatoria, pues se recibieron más de 600 cuentos
El ganador resultó ser Oswaldo
Enrique Escalona Ramos, un joven de la Ciudad de México, con el cuento O Kyrios
Jeri.
En lo personal el cuento me gustó por
su ritmo, su fino humor y sus juegos de palabras .
La historia narra las andanzas de una mano autónoma que tiene
vida propia.
Confieso que el relato me recordó
mucho a un clásico inmortal llamado La nariz escrito en el Siglo
XIX por Nikolai Gógol, quien es junto con Edgar Allan Poe uno de los padres del
cuento contemporáneo.
Gógol y Poe, que sin conocerse ni
leerse vivieron vidas casi paralelas (pues ambos nacieron en 1809 y murieron solo
con tres años de diferencia) sentaron las bases de las que abrevarían miles de
cuentistas en todo el mundo.
De una u otra forma el espíritu y
la influencia de Gógol fue palpable en un certamen convocado en 2025.
Me gustó muchísimo un cuento
llamado Arte de borrar y posiblemente por pura filia
conservaré el manuscrito, pues lo leí con genuino interés, pues se trata de una
muy bien construida ucronía en torno a Jorge Luis Borges y su obra.
Rindiendo homenaje a piezas
borgeanas como Pierre Menard autor del Quijote o La memoria
de Shakespeare, la persona que lo creó nos entregó un erudito relato
ensayístico que imagina lo que pasaría si Borges fuera borrado.
Me gustó un cuento llamado Canto
de cigarra por el buen manejo de la segunda persona y lo ingenioso del
tributo a Aura de Carlos Fuentes.
Me gustó Encima de los
cielos desplegados por su esencia gauchesca en claro
homenaje a Esteban Echeverría, con todo el tono de un clásico como El
Matadero
Me gustó (o me tocó una fibra
personalísima) Madre mía, que es más una anécdota o una
crónica personal antes que un cuento, pero bien narrada dentro de su extrema
sencillez.
Ser
juez es para mí como una suerte de solitario taller literario.
Dado
que no es una ciencia exacta o un deporte en el que gane quien meta más
goles, cualquier competencia literaria está condenada a priori a una terrible
subjetividad.
La derrota
o el triunfo serán siempre relativos y entrecomillados, pues no hay lectores ni
lecturas iguales. Ganó uno, pero perfectamente pudieron ganar otros veinte con
méritos casi idénticos.
Saudade del
juez es como suelo llamar al sentimiento que me asalta cuando estoy ante una
pila de manuscritos engargolados a los que debo evaluar
como jurado de algún concurso literario, sabedor de que
buenos trabajos deberán ser descartados, pues solo uno puede ser el ganador.
Veo
el montón de papeles y al menos por un instante creo palpar la
ilusión y la emoción del acto creativo yacientes en cada uno de ellos.
Nunca
pierdo de vista que hasta el más inocentón e inexperto de los
participantes inscribe su trabajo con la esperanza real de poder
ganar y ver su borrador publicado.
Yo sí
le creo a Roberto Bolaño cuando afirma que aún el más tonto y fallido de los
escritores conoce al menos por unos segundos esa ráfaga de éxtasis derivada de la
entrega total al acto creativo.
En
cualquier caso, para mí sigue siendo un misterio fascinante que en esta época
haya tanta gente que aún apueste al cuento, el género narrativo primario.
¿Por
qué en un mundo infestado por miles de evasiones cibernéticas, un
joven sigue apostando por escribir? ¿Cómo es posible que para un nativo digital
siga teniendo sentido invertir largas horas de su vida en dar forma a
una historia construida únicamente con palabras?
Sigo
creyendo que son muchísimas las personas que desean o han deseado
escribir un libro. Seres cuyo historial y forma de vida nada tienen
que ver con lo literario, se sienten alguna vez inclinados a recurrir a las
palabras para intentar liberar alguna obsesión y convertir en arquitectura
prosística un deseo oculto o un quebranto no resuelto. Las palabras están
ahí, listas para ser moldeadas y acomodadas de la misma firma que la
arena en una playa está a disposición de quien quiera ponerse a
construir un castillito. Por fortuna a los gobiernos aún no se les ocurre
cobrar un impuesto por el uso de ese bien comunal llamado lenguaje.
¿Por
qué escribir? Ante todo, por el puro gusto de hacerlo. Aunque
profesionalmente sea mi forma de vida, sigo creyendo que la
escritura, al igual que la lectura, es un fin antes que un medio. Si la
escritura como acto deriva en una forma de catarsis, entonces ha
valido la pena intentarlo aunque las palabras escritas jamás vayan a encontrar
quien las lea. Yo durante años escribí sin pensar siquiera en buscar algún
lector y aún a la fecha sigo garabateando cantidad de párrafos de caligrafía
indescifrable cuyo único destino es perderse en el caos de mis
libretas.
Cuando
el acto mismo de la escritura representa el final del viaje, uno
puede blindarse contra la decepción.


