En las calles mojadas de mi duermevela Sergio está vivo. Invoqué mis recientes lecturas de El hombre sin cabeza y le hablé de mi fascinación por su manera de relacionar la pulsión ritual con la frialdad del robot, los rituales de sangre y sacrificio fluyendo como siniestros ríos subterráneos bajo el informe de una agencia de espionaje e inteligencia. Le hablé de mi pepena de El artista adolescente que confundió a su mujer con un cómic e Infecciosa y me menté la madre por no traerlos para una furtiva dedicatoria. Con claridad reparé en que Huesos en el desierto carece de firma, y entonces supe que de no ser en ese preciso momento entonces ya no la obtendría nunca. Acaso en el fondo siempre intuí que aquello era una visita al más allá, una correría por el limbo más descaradamente límbico donde uno puede ir con sus libros a pedir el garabato pendiente de un autor adelantado en la vereda. Todo eso a medias lo recordé en el baño y hace un segundo un puñito de arena empapada por océanos oníricos me hizo evocar la facilidad con la que emprendía ya la correría del ensayo sobre la obra de Sergio Acuario que inscribiría al sombra sino resolana y cuya escritura “parecía que la empujaba el viento” (Nayar Luna dixit). Escribir con fluidez sobre el mito de un salvaje detective con el que sólo bebí una noche de gélida primavera y a quien al parecer (o al perecer) me ha dado por querer mucho.
Sunday, June 11, 2017
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