¿Corrosión de la conformidad?
¿Corrosión de la conformidad? ¿Qué carajos es eso? Lo fui sabiendo a mis tardíos treinta, cuando mi matrimonio cumplió más de una década y el tiempo empezó a transcurrir en cámara rápida. Las semanas corrían veloces y el día a día transcurría en una cómoda pachorra. La corrosión de la conformidad era mi gordura imparable, que de una ordinaria panza de cervecero empezó a tomar tintes mórbidos cuando me acerqué a la cuarentena. Eran los golpes de modorra que me caían de sopetón como a las dos de la tarde y me sumergían en una burocrática siesta sobre mi escritorio mientras esperaba la hora de checar tarjeta de salida; el sudor frío que me despertaba por las noches; la taquicardia traidora ante cualquier mínimo esfuerzo. La corrosión de la conformidad eran mis ideas abotagadas frente al vaso de brandy con coca que vaciaba ante las fichas de dominó en los jueves de club de Toby con mis cuñados los López Malo y su palomilla mafiosa. Eran los juegos de futbol y las peleas de box que a medias seguía frente a mi pantalla plana, con una caguama en la mano y un plato de chicharrones con salsa. La corrosión de la conformidad fue minando mi cuerpo como el salitre va carcomiendo un poste frente al mar.