Eterno Retorno

Tuesday, November 05, 2013

Tener un bibliófilo en casa no es un buen negocio. Es algo peor que vivir con un drogadicto y en verdad no se lo deseo a nadie. Créanme: se de lo que hablo. Cierto, vivir con un adicto a la metanfetamina o la heroína puede traducirse en robo compulsivo de joyería o aparatos electrónicos, pero vivir con un bibliófilo significa que no pasa una semana de la vida sin que el vicioso arrime nuevos libros a la casa, lo cual puede ser una catástrofe, sobre todo si la vivienda es pequeña y la acumulación de papeles con tinta empieza a ganarle terreno al espacio vital. La desgracia, es que eso es algo que al bibliófilo no le importa y para ser francos, le tiene sin el menor cuidado. Sería capaz de quedarse sin cama o sin mesa de comedor antes que desprenderse de sus libros. De pronto, cada lugar de la casa se va transformando en una extensión de la biblioteca. Hay libros en el comedor, en la sala, en la cocina, en los baños y qué decir del montón que se agiganta sobre la mesita de noche. De carro ni hablar, pues hace tiempo que se convirtió en una librería sobre ruedas. En cualquier caso, el bibliófilo no se detiene. Su adicción es más fuerte que su elemental sentido del acomodo. Los libros van formando cerros, murallas, cataratas. Algunos se convierten en cultivo de hongos, en recipientes salitrosos. Dicen que el primer paso para recuperarse de una adicción es aceptarla. Pues bien, yo hace tiempo que acepté mi bibliofilia. El problema, es que la aceptación no trajo consigo la cura. Para los bibliófilos no hay centro de rehabilitación que sirva. Sí, me he asumido como un enfermo, un vil tecato de los libros que puede imaginar mil y un vidas posibles, pero ni una de ellas sin literatura en la mano. En mi descargo, diré que la mía fue una adicción heredada. Crecí inundado por los libros de una de las bibliotecas más fascinantes del mundo entero, sin duda la más grande y diversa que hay en México en materia de filosofía. La biblioteca personal de mi abuelo Agustín Basave. Hoy me parece como si estuviera narrando un cuento, pero mi origen mismo se remonta a esa biblioteca que hace más de 30 años fue mi casa. Una vivienda dentro de la cual había cerca de 30 mil libros. Hasta la fecha, muchos de mis sueños se escenifican entre las paredes de esa casa, lo que pone en evidencia cuan atado permanece mi subconsciente a la biblioteca fundacional. La casa a la que mis sueños me trasladan no existe más. Estaba en la calle Río San Juan en la Colonia Miravalle de Monterrey y hoy en día es un hospital. La casa fue demolida y la biblioteca fue donada a la Universidad de Nuevo León cuando murió mi abuelo. El recuerdo de esas paredes tapizadas de libros se quedó tatuado en alguna profundidad de mi alma y hoy doy rienda suelta a mi obsesión a esta esquina de la patria y ni siquiera se me ha ocurrido disponer a dónde irá a parar el fruto de mi vicio cuando yo esté muerto.