Eterno Retorno

Tuesday, July 01, 2025

Cuando la lava comenzaba a arder en el interior, cuando el volcán estaba por hacer erupción

 



Escribí esta carta a Gerardo Ortega hace once años y confieso que la había olvidado. La he reencontrado por casualidad buscando otro documento y después de leerla, reparo en que describe a la perfección lo que estaba sucediendo en mi interior en aquel entonces. Algo ardía, algo quería brotar, un huevo de serpiente estaba a punto de romperse. Era inminente pero aún no imaginaba sus alcances ni lo abrupto de su final. Así me sentía al arrancar el 2014. Había un fuego encendido y el alma estaba en ebullición. El pacto demoniaco estaba por firmarse. Daría lo que fuera por volverme a sentir así, pero esos viajes ocurren solo una vez en la vida. Solo me resta sentirme afortunado por haberlo vivido. Hoy sería ideal tener a la literatura como aliada, como tronco flotador y ruta de fuga, pero la muy cabrona me ha dejado plantado. Flor de un día, un lustro de creatividad y después…el limbo, la pastosa, estéril y límbica densidad.


"Es extraño Ortega, pero al tocar la puerta de los cuarenta mi relación con la literatura se vuelve salvaje,  pasional, extrema, casi patológica. A menudo leo testimonios de gente que recuerda con nostalgia el apasionamiento de sus lecturas juveniles, hablando desde una fría y poco emocional edad adulta en donde leen con cierta distancia y sin mucha capacidad de sorpresa.  Yo en cambio soy más voraz. Tarde he comprendido, como una suerte de tardía revelación, que mi vida pudo ser una suerte de sacerdocio literario, que pude entregarme por completo a las letras. Que nací marcado o condenado a esta adicción, aunque tardé mucho tiempo en aceptarla. De una u otra forma los astros han ido conformando una improbable alineación desde que nació Iker, quien trajo una torta de creatividad bajo el brazo y un cambio de visión, aunque no en el rumbo que esperaba.

Cuando la lógica,  mi rumbo de vida y la paternidad  apuntaban a que me volviera un ser un tanto más serio y racional, cuya pasión literaria quedara reducida a una simple afición recreativa, resulta que la ilusa fiebre de chamaco me toma por asalto justo ahora y si me ves, te podrás dar cuenta que estoy mucho más pirado que antes. A los 30 jugaba la parte y hasta aceptaba ponerme una corbata, pero hoy me he entregado a los brazos de mis desvaríos. Bonita cosa para un cuarentón.  Si pudiera pedir un estúpido deseo, sería tener diez o quince años menos. Lo que estoy viviendo ahora debería haberlo vivido a los 25. Llegar, como he llegado ahora, a la conclusión de que no puedo y en realidad no sé hacer otra cosa que escribir,  y cualquier proyecto diferente  que emprenda necesariamente estará condenado al desbarrancadero.

Desde un tiempo para acá tengo la sensación de que la vida ya no quiere esperar, de que el tren corre con prisa hacia el precipicio.



A veces creo que los astros se alienaron de manera improbable. Había balones en el área y simplemente supe rematar a gol. Hacía falta muy poco para que nada de eso sucediera. Vaya, bastaba que hubiéramos ganado la elección de 2010 y posiblemente yo sería ahora un empleado de gobierno con un sueldo decoroso y un proyecto de vida en la administración pública.  Si hubiéramos ganado nunca habría escrito Réquiem por Gutenberg y acaso habría interrumpido la escritura de Mitos del Bicentenario. Si Hank no hubiera sido detenido por el Ejército convirtiéndose en nota internacional, una editorial como Océano  no me hubiera publicado nunca el Tigre Blanco.  Aproveché las oportunidades y conseguí algo que a inicios de 2010 me hubiera parecido fantasioso: publicar cuatro libros en tres años.

A veces da la impresión de que fue sencillo, al menos bastante más de lo que pensaba, pero de pronto me veo en el espejo y caigo en cuenta de que no sé un carajo, de que soy neófito e inexperto como el escuincle que iba al taller de la UR. Que tengo un montón de manuscritos en las manos y no sé qué chingados hacer con ellos.

Todo el 2013 me dediqué a escribir intempestivamente. Desparramé palabras pero sin proyecto. Trato de encontrar la escultura oculta dentro de la piedra bruta. Sigo intuyendo (o queriendo intuir) que aún hay mucho más, que lo hecho hasta ahora es un esbozo, que en las profundidades aguarda algo que aun puede desdoblarse, como las proezas físicas que puedes lograr cuando consigues el ritmo cardiaco adecuado después de mucho entrenar.

Al mismo tiempo, me doy cuenta de mis tremendos límites y mis carencias. Por ejemplo, puedo en minutos escribir mil palabras de una columna periodística o una editorial para la tele bajo presión extrema, con ruido y distractores sin que me afecte. La escritura periodística se me da naturalita, aun la crónica y el ensayo. Pero cuando intento crear una ficción empiezo a sufrir. Me levanto a las cinco de la mañana y en el silencio total del amanecer, con un café bien negro y la concentración a tope, apenas alcanzo a soltar 300 palabras en dos horas, que al final no me convencen y me resultan artificiales, sin sangre en las venas, vacías de alma y credibilidad. No soy capaz de liberar a los personajes y me cuesta horrores poder construir un diálogo. Como creador soy posesivo y controlador. Me gusta hablarles y tal vez por ello me siento tan cómodo en la segunda persona y tan extraño en las charlas entrecomilladas. Sucumbo siempre a la tentación del ensayo sobre la trama y mis personajes se vuelven parcos, artificiales, poco creíbles.

 Después el día comienza y sé que aunque lo intente  no podré volver a escribir ficción hasta el siguiente amanecer. Duermo poco y me levanto con la urgencia de escribir. Incluso sueño historias (dos de ellas ya las he escrito) A veces topo con un muro y caigo en un pantano, pero hay amaneceres en que la liberación se produce y la sensación es similar a la calma postorgásmica.

Durante el día,  sobre todo por la mañana, voy escribiendo mentalmente mientras manejo o camino. Voy construyendo frases o párrafos que después olvido o naufragan en el absurdo al llegar a la pantalla. Mis dos novelas yacen en una arena movediza de donde no logro sacarlas. Entonces me doy a la tarea de liberar letras paralelas, como son mis cuentos de 20 mil palabras de Días de whisky malo y los desvaríos futboleros.

En fin Ortega, te juro que no era mi intención ni mi idea escribirte una carta de  mil palabras en unos cuantos minutos. Simplemente pensaba contestar tu correo, decirte gracias, pero las condenadas palabras se sublevaron. Considéralas palabras prófugas, escapadas del corral, palabras rejegas sobre las que no tengo potestad alguna.

Algo va a pasar carajo. Hay mucha pinche lava ardiendo en el interior.

Un abrazo muy grande. Gracias por estar y existir. Acaso esta carta haya sido una terapia de catarsis. En cualquier caso me siento un poco mejor después de haberla escrito".  DSB