Eterno Retorno

Friday, November 14, 2025

Frankenstein o cómo Del Toro se enamoró de su moderno Prometeo

 


La tarde del pasado domingo fue consagrada a ver Frankenstein de Guillermo del Toro. En cuestiones de cine yo soy brutalmente ignorante. Las películas se dividen entre las que me aburren y las que me gusten y Frankenstein   me gustó un chingo. Es una gran película, una obra mayor. Punto. Aquí no caben medias tintas ni ambigüedades. Es una película muy chingona y si no la han visto, en verdad les recomiendo que la vean.  

Miren colegas, cuando dejo por un momento la estepa de las palabras para adentrarme en el imperio del Homo Videns, lo único que deseo es que las imágenes sean contundentes, fascinantes, seductoras y en ese sentido Guillermo gana por goleada. Qué belleza de fotografía. Una atmósfera visual capaz de sumergirte desde el primer instante. En cuanto a la trama hay unas cuantas alteraciones respecto a la obra de Mary Shelley (no spoilers, please) pero las perdono. Amante de los monstruos, creo que Del Toro se enamora de la criatura y la hace aún más linda y amable de lo que es en el relato de Mary. Guillermo es también un Víctor Frankenstein, pues ha sido siempre un creador de monstruos, pero en ese caso creo que se enamoró de su creación y se nota. La manera en que la bestia se comporta con Elizabeth es tal vez la más evidente.  Acaso la primera y más notoria alteración es cronológica. Frankenstein fue publicada en 1818, Mary murió en 1851 y Del Toro fecha su obra (innecesariamente) en 1857.

Mary Shelley concibió el Frankenstein durante su estancia en la mansión de Villa Diodati a orillas del lago de Ginebra a donde fue invitada junto con su esposo Percy por el extravagante Lord Byron durante el oscurísimo verano de 1816. Durante esa legendaria estancia habría nacido también el Vampiro, de la pluma del  pobre e incomprendido Polidori, médico personal de Byron. En cualquier caso, la realidad es que más de dos siglos después seguimos amamantando néctar literario de aquel verano que nunca llegó. Vampiros y Frankensteins nos dieron a llenar en el Siglo XX y en el XXI se renuevan con mejor imagen y vestuario. Vaya, hace poco se estrenó una nueva versión de Nosferatu, también con extraordinaria fotografía (aunque creo que la obra de Del Toro la supera). Nos guste o no, seguimos siendo hijos del Romanticismo.

Ver Frankenstein me hizo retornar a un libro que quiero muchísimo. Se llama El año del verano que nunca llegó y su autor es el colombiano William Ospina. Es un magistral ensayo sobre el mito de Villa Diodati y las claves por las que Frankenstein y el Vampiro siguen siendo omnipresentes en nuestra cultura. Una segunda lectura que ayuda a dimensionar el espíritu de la época que envolvió a Shelley, es La razón de la oscuridad de la noche del británico John Tresch. Aunque el ensayo habla de Poe y no de los ángeles caídos del Lago de Ginebra, nos permite sumergirnos en el Zeitgeist del temprano Siglo XIX, cuando la ciencia y el Romanticismo consumaron su luna de miel. Vaya, en aquellos años había no pocos doctores Frankenstein obsesionados en convertirse en dioses creadores de nuevos Adanes. Los avances en astronomía, física y ciencias naturales, convivían en amasiato con la resurrección de seres mitológicos e idealizaciones del paganismo precristiano. Además, si sentamos a Poe en la mesa de los Shelley, Byron y Polidori, nos encontraremos con otra figura que dos siglos después nos sigue dando de comer a raudales: el detective.

 En cualquier caso, Frankenstein está más que vigente en nuestra época, aunque los modernos prometeos no estarán hechos con pedacería de cadáveres, sino con nanochips. El nuevo Frankenstein serán millonarios estilo Elon Musk transformados por voluntad propia en cyborgs postapocalípticos, seres cuyo tejido neuronal será pura inteligencia artificial. El Frankenstein con el que conviviremos en nuestra vida cotidiana será el Homo Deus de Yuval Noah Harari y a diferencia de la criatura de Shelley que enamoró a Del Toro, esta insolente bestezuela robótica no albergará nobles sentimientos.