Frankenstein o cómo Del Toro se enamoró de su moderno Prometeo
La tarde del pasado domingo fue
consagrada a ver Frankenstein de Guillermo del Toro. En cuestiones de cine yo
soy brutalmente ignorante. Las películas se dividen entre las que me aburren y
las que me gusten y Frankenstein me gustó un chingo. Es una gran película, una
obra mayor. Punto. Aquí no caben medias tintas ni ambigüedades. Es una película
muy chingona y si no la han visto, en verdad les recomiendo que la vean.
Miren colegas, cuando dejo por un
momento la estepa de las palabras para adentrarme en el imperio del Homo Videns,
lo único que deseo es que las imágenes sean contundentes, fascinantes,
seductoras y en ese sentido Guillermo gana por goleada. Qué belleza de
fotografía. Una atmósfera visual capaz de sumergirte desde el primer instante.
En cuanto a la trama hay unas cuantas alteraciones respecto a la obra de Mary
Shelley (no spoilers, please) pero las perdono. Amante de los monstruos, creo
que Del Toro se enamora de la criatura y la hace aún más linda y amable de lo
que es en el relato de Mary. Guillermo es también un Víctor Frankenstein, pues
ha sido siempre un creador de monstruos, pero en ese caso creo que se enamoró
de su creación y se nota. La manera en que la bestia se comporta con Elizabeth
es tal vez la más evidente. Acaso la
primera y más notoria alteración es cronológica. Frankenstein fue publicada en
1818, Mary murió en 1851 y Del Toro fecha su obra (innecesariamente) en 1857.
Mary
Shelley concibió el Frankenstein durante su estancia en
la mansión de Villa Diodati a orillas del lago de Ginebra a
donde fue invitada junto con su esposo Percy por el extravagante Lord Byron
durante el oscurísimo verano de 1816. Durante esa legendaria estancia habría
nacido también el Vampiro, de la pluma del pobre e incomprendido Polidori, médico
personal de Byron. En cualquier caso, la realidad es que más de dos siglos
después seguimos amamantando néctar literario de aquel verano que nunca llegó.
Vampiros y Frankensteins nos dieron a llenar en el Siglo XX y en el XXI se
renuevan con mejor imagen y vestuario. Vaya, hace poco se estrenó una nueva
versión de Nosferatu, también con extraordinaria fotografía (aunque creo que la
obra de Del Toro la supera). Nos guste o no, seguimos siendo hijos del
Romanticismo.
Ver
Frankenstein me hizo retornar a un libro que quiero muchísimo. Se llama El año
del verano que nunca llegó y su autor es el colombiano William Ospina. Es un
magistral ensayo sobre el mito de Villa Diodati y las claves por las que
Frankenstein y el Vampiro siguen siendo omnipresentes en nuestra cultura. Una
segunda lectura que ayuda a dimensionar el espíritu de la época que envolvió a
Shelley, es La razón de la oscuridad de la noche del británico John Tresch. Aunque
el ensayo habla de Poe y no de los ángeles caídos del Lago de Ginebra, nos
permite sumergirnos en el Zeitgeist del temprano Siglo XIX, cuando la ciencia y
el Romanticismo consumaron su luna de miel. Vaya, en aquellos años había no
pocos doctores Frankenstein obsesionados en convertirse en dioses creadores de
nuevos Adanes. Los avances en astronomía, física y ciencias naturales, convivían
en amasiato con la resurrección de seres mitológicos e idealizaciones del
paganismo precristiano. Además, si sentamos a Poe en la mesa de los Shelley,
Byron y Polidori, nos encontraremos con otra figura que dos siglos después nos
sigue dando de comer a raudales: el detective.
En cualquier caso, Frankenstein está más que
vigente en nuestra época, aunque los modernos prometeos no estarán hechos con
pedacería de cadáveres, sino con nanochips. El nuevo Frankenstein serán
millonarios estilo Elon Musk transformados por voluntad propia en cyborgs postapocalípticos,
seres cuyo tejido neuronal será pura inteligencia artificial. El Frankenstein
con el que conviviremos en nuestra vida cotidiana será el Homo Deus de Yuval
Noah Harari y a diferencia de la criatura de Shelley que enamoró a Del Toro, esta
insolente bestezuela robótica no albergará nobles sentimientos.


