Eterno Retorno

Wednesday, December 02, 2020

amasijo de monsergas

 


Todo cuanto Margot posee cabe en la cajuela de su vieja camioneta Mazda. El resto, que es poquísimo,  quedará en el departamento a disposición de quienes lo vengan a inspeccionar cuando finalmente la declaren desparecida. Los pocos muebles – cama, refrigerador, estufa y sofá-  pertenecen a su rentera. El resto es ropa en desuso, discos compactos,   parafernalia académica y periódicos viejos. Al final del camino, piensa Margot, la operación desprendimiento ha rendido frutos. En los últimos dos años se dio a la tarea de quitarse de encima un lastre de pertenencias, un amasijo de monsergas diversas a las que se aferraba con enfermizo apego. Chamarras y botas de cuero cubiertas de hongos,  grabadoras y casetes en donde almacenaba intrascendentes entrevistas de sus años novatos,  cámaras de rollo,  celulares prehistóricos, más de dos millares de libros y una apolillada hemeroteca que le ocupaba medio closet. Ahí estaban, haciendo bulto, ediciones de The Oregonian de 1993, con sus primeras notas firmadas refundidas en las páginas interiores. Sus primeras entrevistas de plana completa y su primera portada, con la cobertura de unos devastadores incendios forestales en la primavera de 1995. Cada cierto tiempo, sobre todo en sus solitarias borracheras,  se entregaba a la lectura de su acervo con una mezcla de nostalgia y rabia. Le encabronaba comprobar una vez más cuántos años de su vida se habían consumido en la intrascendencia, empujando la piedra de Sísifo del diarismo. Cientos de notas y artículos que cobraron una altísima factura en insomnios,  malpasadas y migrañas, estaban ahí, haciendo bulto entre las polillas. Nombres de funcionarios y lidercillos intrascendentes, seguimientos de noticias y escándalos que ya nadie recordaba, el obsoleto espíritu de una época en donde un pedazo de papel con tinta aún marcaba la pauta de las mañanas. Le daba rabia pero al final era más fuerte la saudade. Después de todo, inmersa en esa eterna malpasada había conocido algo parecido a esa cosa que llaman felicidad o emoción, aunque eso lo supo muchos años después, cuando yacía mortalmente aburrida en sopor del mundo académico.

Le pudo más desprenderse de los periódicos viejos que de los libros. Ambos los fue donando en tandas a la biblioteca pública, jurándose que regresaría cada cierto tiempo a revisarlos. Al final se quedó con unos 50 libros y unos diez recortes de periódicos que ahora yacen empacados en la cajuela de la vieja camioneta. La divina sensación de ligereza. Unos cuantos libros, unas cuantas prendas, una sola cámara, su Lap Top y el teléfono. Todo se va con ella y con ella se perderá en la ignota vastedad austral de la península.