Una suerte de limbo blanco para Tilde
La
ingobernable y rejega niña terrible que
jamás permitió que tu abuelo le pusiera una mano encima, soportaba con
resignado estoicismo que los cruces de whisky y coca del fracasado émulo de
Trent Reznor derivaran en periódicas golpizas. Cada vez eran más frecuentes las
noches en que su marido actuaba como si la odiara a muerte. Aquello ni siquiera pasaba por jugar rudo ni era confundible con los fallidos
escarceos de sexo sado que Marcelo intentaba practicar en los primeros días de
su matrimonio. Era pura y vil crueldad de macho acomplejado.
Que las
noches blancas en su depa-infierno de Brooklyn estuvieran condenadas a
terminar en violentas peleas se volvió
ritual de lo habitual. Lo que tu tía jamás imaginó ni en su peor pesadilla, fue
que Marcelo albergara tan mala entraña y sadismo como para patearla en el
vientre después de arrojarla al piso. Podían llamarlo de cualquier forma:
desafortunado exabrupto en riña, el ciego accidente de un cocainómano, pero
para tu tía aquello era simple y llanamente
el asesinato de su bebé. El Trent Reznor región 4 le había provocado un
aborto a patadas, pero Matilde estaba tan golpeada, tan disminuida
emocionalmente y tan asustada, que ni siquiera tuvo el coraje y la asertividad
para denunciarlo mientras estuvo internada en el hospital. Tampoco lo habló con
nadie de la familia y eludió en lo posible las llamadas telefónicas para que la
voz quebrada no la delatara. Se limitó a notificar en un e mail que había
sufrido un aborto por posible malformación, aclarando que no deseaba hablar del
tema. El exceso de somníferos que la mantuvieron postrada y el plañidero
arrepentimiento de su marido se encargaron de inhibir cualquier asomo de reacción.
Marcelo lloró de rodillas ante la cama donde tu tía yacía dopada y
herida. Su educación de católico
reprimido y el terror a que su mujer lo denunciara penalmente, lo orilló buscar consuelo espiritual con un
sacerdote en la iglesia de San Patricio a donde fue juramentarse. No más
whisky, no más coca, no más violencia. A partir de entonces comenzaba su nueva
vida de esposo ejemplar.
Pese a los
reclamos de la familia, aquella Navidad Matilde y Marcelo no viajaron a
Ensenada. Alegaron querer darse tiempo para una segunda luna de miel en algún
paraíso invernal de esquí. Aspen fue para Matilde una suerte de limbo blanco en
donde se limitó a ver nevar por la ventana de la cabaña, pues estaba demasiado
débil y deprimida para aprender a esquiar.
La
sobriedad y el arrepentimiento de Marcelo no pudieron prolongarse por más de
medio año. Volvió a meterse una raya, “casi por casualidad”, durante el primer
día de spring break. Cuando Matilde vio los ojos vidriosos, la quijada trabada
y el compulsivo moqueo supo que el infierno estaba de regreso en su vida,
aunque tardaría todavía unos días en manifestarse en la primera cachetada
recibida después de la contrición de su marido.
Tal vez no fue el más duro de los golpes, pero sí tuvo la contundencia
suficiente para reventarle el labio y destapar de una vez por todas la válvula
de la rabia y la dignidad que la hizo estallar y salir del departamento con lo
puesto a correr de madrugada por Sunset Park bajo una helada lluvia de
primavera. En su huida no tuvo cabeza para agarrar una chamarra, pero para su
fortuna la cartera con la tarjeta de crédito estaba la bolsa del pantalón.
Logró
comunicarse a casa desde un Motel de Queens en donde pasó tres noches. Se
limitó a decir que había roto con Marcelo y que retornaba a casa. Horas después
ya iba camino al aeropuerto de Newark para tomar el vuelo que la llevaría a San
Diego a donde toda la familia, contigo incluido, acudió a darle la bienvenida.
Ese día la bautizaste como Tilde y entró a formar parte de tu vida.