La noche se inmolaba en el altar de sacrificios del primer destello de nublada luz
En cámara lenta los vi caer
a bordo del vochito amarillo en la abismal hendidura del taller mecánico. La
morra moody al volante y el simio en su plan de pasmarote chupafaros en el
asiento del copiloto. Yo, convenenciero espectador, aguardaba tan solo a que
entre reversas, giros y malabares en H con la palanca de velocidades libraran
el pozo y me dieran aventón. El vochito quedaba suspendido de trompa segundo y
medio antes de caer al vacío con sus tripulantes. Había soberano chingazo y
sangre pero no fatalidad. Al final me quedé sin raite. Después apareció UDO,
con su camisa de conscripto y su silueta
de mastodonte. UDO, a quien yo intentaba dibujar en un cuaderno escolar como
una bola deforme con ojos vacíos, una circunferencia malograda en donde el pelo
ralo irrumpía en puntas. El botín del final de la noche fue un deshojado
poemario de Pessoa pepenado en alguna librería ordinaria como Cristal o Libro
Club. La única certidumbre es que no era El Día. Una silueta pessoal en blanco
y negro en la portada, un título que he olvidado (podría ser, pero no era, El
Libro del Desasosiego). En algún momento creía ver un 1975 como año de edición
(demasiado reciente para ser vendido como reliquia) y luego un 1873 encriptado,
pero en aquel año ni Pessoa ni sus heterónimos habían llegado al mundo. En
alguna biblioteca descubría el resto de
los ejemplares de la colección, alguna enciclopedia de grandes de la poesía en
donde irrumpían Machado y la españolada en pastas rojas. La noche se inmolaba
en el altar de sacrificios del primer
destello de nublada luz. Nunca las siete de la mañana de noviembre vuelven a ser tan oscuras como
en estos amaneceres.