Citado una y otra vez como la fuente enciclopédica de la música underground y con no pocas amistades entre grupos de todos los tamaños y presupuestos, Cyprien abrió una tienda-museo del atasque rockeril y para mediados de los ochenta era ya un consolidado marchante de reliquias subterráneas. Aunque no digirió bien la mutación del vinilo al disco compacto, acabó por adaptarse a regañadientes al cambio y a mediados de los 90 tenía un respetable inventario de cedes en su pequeña tienda. A lo que de plano fue incapaz de resistir, fue a la irrupción de la fiebre del mp3, los iPods y la música bajada por internet. A principios del Siglo XXI la tienda de Cyprien era una ruina. De un día para otro ya nadie compraba discos compactos y Cyprien debía rematarlos a precios irrisorios. Con más de 50 años de edad y sin dinero ahorrado, Cyprien empezó a consumir todas las drogas duras que no consumió ni en su etapa setentera más loca, cuando no pasaba de los derivados del cannabis, hongos, ácidos y similares. El fervor de los iPods y la muerte del disco orilló a Cyprien a refugiarse en el crack y la heroína y a encaminarse de manera tardía por el sendero de autodestrucción por el que habían caminando tantos de sus ídolos setenteros.
Tras tres o cuatro años de ruina y decadencia, su vieja tienda resurgió de sus cenizas cuando jovenzuelos adinerados de la City empezaron a frecuentarlo para comprarle viejos vinilos que llevaban años empolvados. Aquellos mozalbetes, armados hasta los dientes de aparatitos que les permitían almacenar decenas de miles de canciones, no dudaban en pagar 100 o 200 libras por un viejo vinilo de los años sesenta. Para ellos, el colmo de lo cool era hacerse de un viejo tocadiscos, mismo que colocaban en un pequeño altar en el centro de sus carísimos departamentos minimalistas atiborrados de productos Apple de última generación. Para estos chicuelos nuevos ricos que hacían yoga y se paseaban en bicicleta por viejos barrios en proceso de restauración, la tienda-museo de Cyprien se volvió un santuario y su dueño se convirtió en una suerte de gurú. Cyprien se las arreglaba para conseguirles tocadiscos, bocinas, amplificadores, agujas, vinilos, cartuchos e instrumentos musicales de toda índole cuya única condición para ser comprados a precio de oro, era el poder presumir mínimo 35 años de antigüedad y tener un aspecto inocultablemente retro. Aunque estos mozalbetes eran expertos a la hora de cazar mercancía rara en línea, lo que justificaba sus compulsivas visitas a la tienda y sus fuertes inversiones en vejestorios, eran las cátedras de Cyprien. Ellos pagaban por el vinilo como objeto artesanal, pero lo que verdaderamente daba valor a la compra, era la perorata de mi viejo amigo que se encargaba de narrar con santo y seña la historia de cada disco que vendía. Con visión de buen negociante a sus 60, Cyprien empezó a organizar veladas didácticas en su tienda-museo. Cuando al caer la noche la tienda cerraba sus puertas al público, unos cuantos iniciados y clientes fieles permanecían dentro del local y por 50 libras, podían participar en las escuchas guiadas de discos de culto seleccionados por Cyprien. El pago de las 50 libras incluía el derecho a quedarse en la tienda a deshoras para escuchar la conferencia de Cyprien que explicaba cada detalle sónico, histórico o artesanal del disco en cuestión. Lo mejor de estas escuchas didácticas, era que el pago incluía también el ilimitado consumo del hachís o la mota seleccionados por Cyprien para la ocasión. Mi amigo siempre se las arreglaba para colocar dentro de su vieja pipa productos de altísima calidad alucinógena procedentes de tierras lejanas. Con la pipa rolando de mano en mano y alguna reliquia ancestral girando en el tornamesa, Cyprien disertaba con la solvencia y el aplomo de un catedrático de Oxford, haciendo pausas para desentrañar el sentido de un verso o la composición de un tono y llegando a teatrales catarsis en los momentos que consideraba como el centro neurálgico del disco.
Sunday, February 15, 2015
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