De trenes y muertos
A lo largo de mi vida he visto muchos, muchísimos cadáveres. El comentario resulta una obviedad tomando en cuenta que soy reportero en Tijuana. Sin embargo, desde que era un mocoso (y ni en pesadillas podía intuir mi caída en los pantanos sin salida del periodismo) la casualidad me ponía cerca de los muertos. Acaso porque viví cerca de sitios donde ocurrían accidentes, aunque Carolina me diría (basada en Hellinger?) que en el mundo no hay casualidades y hasta los accidentes reflejan nuestra voluntad y deseo. Deseaba yo ver muertos? El caso es que los cadáveres suelen llamarme.
El primer muerto fue el viejito de la basura. Bueno, el primer muerto fue en realidad pedazos de muerto o lo que puede quedar de una humanidad enclenque cuando un tren carguero te pasa por encima. Crecí frente a las vías del tren, donde Monterrey iba acabando y comenzaba la carretera a Saltillo. En mi infancia me volví experto en ferrocarriles. No sólo conocía sus horarios, sino que reconocía el sonido de cada máquina. Hoy en día me cuesta trabajo creer que insomne como soy, haya dormido tan deliciosamente en el ardiente verano regiomontano con el retumbar de trenes que pasaban a unos metros de mi cuarto. El Regiomontano pasaba casi puntualmente a las seis de la tarde (puedes creerlo o no, pero los trenes de pasajeros mexicanos no eran tan impuntuales como dice la leyenda negra) Después viajé algunas veces a México en el Regiomontano, lo cual fue un anhelo cumplido, pero eso es otra historia, pues estábamos en los trenes y, por favor no lo olviden, en los muertos. Frente a la casa pasaba una máquina vieja, casi siempre a las tres de la tarde. Esa máquina me intranquilizaba, por no hablar del franco terror que me producía. La intuía como una suerte de heraldo negro, un fantasma anunciante de tragedias. Era una máquina chica, cuadrada y ruidosa que hoy en día debe yacer en un cementerio de Ferrocarriles Nacionales. Ignoro de dónde partía el miedo, pero debo confesarles que desde chico fui terriblemente supersticioso. Muy racional, muy ateo, pero hasta la fecha normo mi vida por presagios e intuiciones generadas por los signos más absurdos e inverosímiles. De chico era mucho peor. Había horas del día, sonidos, canciones, lugares de la ciudad que acarreaban consigo malos presagios. Pero no estábamos hablando de mis supersticiones (que aún padezco bastantes) sino de la máquina vieja y si llegamos a la máquina vieja, fue porque hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa y si hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa, fue porque uno de ellos despedazó al viejito de la basura. Uno de los acontecimientos más emocionantes de mi vida, emocionante por atípico, era que un tren se parara justo frente a mi casa. Yo solía salir a la terraza cuando pasaban los trenes (únicamente me escondía cuando pasaba la máquina vieja) La misma terraza desde la cual, en un día (supongo) de 1951, mi Abuela vio en vivo y en palco privilegiado un choque de trenes. Un carguero contra un tren de pasajeros que según entiendo causó decenas de muertos y pasó a la historia como la mayor tragedia ferroviaria de Monterrey. Viví frente a las vías del tren desde 1974 hasta 1982 y acudí con regularidad a esa casa hasta el día en que fue derrumbada en 1992 (hoy en día hay un hospital en ese lugar) y jamás vi un choque de trenes como el que tantas veces me contó mi abuela. Tal vez mi oscuro deseo inconfesable era algún día ver un choque así (aunque allá por 1995, un camión de la antierótica Ruta 69 en el que yo viajaba, estuvo a centímetros de estamparse contra la máquina) pero no, jamás tuve el privilegio de ver en vivo semejante cataclismo. Lo que sí pude ver, y a muy temprana edad, fue lo que queda de un hombre embestido por mil toneladas de acero. El viejito de la basura pasaba regularmente por nuestra casa con una carretilla. Aunque no lo recuerdo tan sucio como un pepenador, supongo que su modus vivendi eran los desperdicios. No estoy seguro si era cartonero (y es que esa época aún no llegaban a México las latas de Coca Cola) o si le sacaba algún provecho a cualquier tipo de basura. Sólo recuerdo que era muy anciano y algo me dice que era simpático conmigo. La cuestión es que esa tarde el tren se detuvo a la hora fatídica, las tres de la tarde. La carretilla del anciano, su herramienta de sustento, había quedado atorada entre los rieles y él intentó rescatarla hasta el último momento. Nosotros ignorábamos lo que había sucedido. Si hubiéramos sabido que íbamos a toparnos con pedazos de tórax y extremidades desparramadas, sin duda Jos no me hubiera llevado. Pero salimos, cruzamos a píe la carretera que nos separaba de las vías y algún rincón de mi subconsciente me dice que eso que ví era una cabeza aplastada y un pedazo de pierna, sangre, jirones de piel y ropa. El viejito de la basura fue el primer muerto. Después vería muchos más. Una noche del verano de 1986, en plena euforia mundialista, estaba yo en nuestro departamento de Avenida Vasconcelos viendo la repetición del Francia vs Italia (los galos de Platini despacharon 2-0 en el estadio de Pumas a los campeones de Conti y Altobelli) cuando escuché el desesperado chillar de frenos que antecede al retumbar de las carrocerías impactadas. Vasconcelos siempre ha sido mortífera, pero ese crucero era el triángulo sampetrino de las Bermudas. Salí corriendo y fui de los primeros curiosos en llegar a ver a un hombre despanzurrado entre volante y tablero. El copiloto yacía con la roja cara cubierta por los restos del parabrisas pulverizado. Después vi más muertos. Atropellados, en mas choques, un infartado que rodó escaleras abajo en el edificio de Correos. Y después me hice reportero. Mi primer ejecutado lo recuerdo muy bien, pues los sicarios decidieron acabar con su vida en un sitio de esos que son material de postal regia y son visitados por miles de hambrientos turistas: El Rey del Cabrito. Yo estaba en Palacio Municipal, poniéndole marca personal al corruptísimo alcalde Chema Elizondo, cuando se escucharon los plomazos. Cuando has escuchado el traquetear de una ametralladora, nunca volverás a confundirlo con cohetes. Salimos corriendo (al Palacio Municipal regio y al Rey del Cabrito sólo los separa el Museo Marco) y ahí estaba en el estacionamiento, con los brazos en cruz, sobre su respectivo charco rojo. El sombrero texano voló varios metros. Era un ganadero y murió con la panza llena, pues cuando lo mataron iba saliendo del restaurante. Era 1998 y en Monterrey los ejecutados no eran todavía tan comunes como ahora (el último, creo, había sido Polo del Real, asesinado en el café Florian en 1996) Algún periódico amarillista cabeceó: “Como en Tijuana” y los tijuanenses, doy por hecho, se enfurecieron. Después llegaron más muertos. Dos atropellados: un anciano en Pino Suárez y una viejita en Ruiz Cortinez. Recuerdo un suicidado en San Bernabé. Era un joven, no más de 20. Se colgó en su cuarto. Los ahorcados se tornan púrpuras y los ojos parecen salir de sus órbitas. Esos muertos fueron en Monterrey. Luego me fui a Tijuana y los cuerpos desfilaron en cascada, pero esa es oootra historia.
A lo largo de mi vida he visto muchos, muchísimos cadáveres. El comentario resulta una obviedad tomando en cuenta que soy reportero en Tijuana. Sin embargo, desde que era un mocoso (y ni en pesadillas podía intuir mi caída en los pantanos sin salida del periodismo) la casualidad me ponía cerca de los muertos. Acaso porque viví cerca de sitios donde ocurrían accidentes, aunque Carolina me diría (basada en Hellinger?) que en el mundo no hay casualidades y hasta los accidentes reflejan nuestra voluntad y deseo. Deseaba yo ver muertos? El caso es que los cadáveres suelen llamarme.
El primer muerto fue el viejito de la basura. Bueno, el primer muerto fue en realidad pedazos de muerto o lo que puede quedar de una humanidad enclenque cuando un tren carguero te pasa por encima. Crecí frente a las vías del tren, donde Monterrey iba acabando y comenzaba la carretera a Saltillo. En mi infancia me volví experto en ferrocarriles. No sólo conocía sus horarios, sino que reconocía el sonido de cada máquina. Hoy en día me cuesta trabajo creer que insomne como soy, haya dormido tan deliciosamente en el ardiente verano regiomontano con el retumbar de trenes que pasaban a unos metros de mi cuarto. El Regiomontano pasaba casi puntualmente a las seis de la tarde (puedes creerlo o no, pero los trenes de pasajeros mexicanos no eran tan impuntuales como dice la leyenda negra) Después viajé algunas veces a México en el Regiomontano, lo cual fue un anhelo cumplido, pero eso es otra historia, pues estábamos en los trenes y, por favor no lo olviden, en los muertos. Frente a la casa pasaba una máquina vieja, casi siempre a las tres de la tarde. Esa máquina me intranquilizaba, por no hablar del franco terror que me producía. La intuía como una suerte de heraldo negro, un fantasma anunciante de tragedias. Era una máquina chica, cuadrada y ruidosa que hoy en día debe yacer en un cementerio de Ferrocarriles Nacionales. Ignoro de dónde partía el miedo, pero debo confesarles que desde chico fui terriblemente supersticioso. Muy racional, muy ateo, pero hasta la fecha normo mi vida por presagios e intuiciones generadas por los signos más absurdos e inverosímiles. De chico era mucho peor. Había horas del día, sonidos, canciones, lugares de la ciudad que acarreaban consigo malos presagios. Pero no estábamos hablando de mis supersticiones (que aún padezco bastantes) sino de la máquina vieja y si llegamos a la máquina vieja, fue porque hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa y si hablábamos de los trenes que pasaban frente a la casa, fue porque uno de ellos despedazó al viejito de la basura. Uno de los acontecimientos más emocionantes de mi vida, emocionante por atípico, era que un tren se parara justo frente a mi casa. Yo solía salir a la terraza cuando pasaban los trenes (únicamente me escondía cuando pasaba la máquina vieja) La misma terraza desde la cual, en un día (supongo) de 1951, mi Abuela vio en vivo y en palco privilegiado un choque de trenes. Un carguero contra un tren de pasajeros que según entiendo causó decenas de muertos y pasó a la historia como la mayor tragedia ferroviaria de Monterrey. Viví frente a las vías del tren desde 1974 hasta 1982 y acudí con regularidad a esa casa hasta el día en que fue derrumbada en 1992 (hoy en día hay un hospital en ese lugar) y jamás vi un choque de trenes como el que tantas veces me contó mi abuela. Tal vez mi oscuro deseo inconfesable era algún día ver un choque así (aunque allá por 1995, un camión de la antierótica Ruta 69 en el que yo viajaba, estuvo a centímetros de estamparse contra la máquina) pero no, jamás tuve el privilegio de ver en vivo semejante cataclismo. Lo que sí pude ver, y a muy temprana edad, fue lo que queda de un hombre embestido por mil toneladas de acero. El viejito de la basura pasaba regularmente por nuestra casa con una carretilla. Aunque no lo recuerdo tan sucio como un pepenador, supongo que su modus vivendi eran los desperdicios. No estoy seguro si era cartonero (y es que esa época aún no llegaban a México las latas de Coca Cola) o si le sacaba algún provecho a cualquier tipo de basura. Sólo recuerdo que era muy anciano y algo me dice que era simpático conmigo. La cuestión es que esa tarde el tren se detuvo a la hora fatídica, las tres de la tarde. La carretilla del anciano, su herramienta de sustento, había quedado atorada entre los rieles y él intentó rescatarla hasta el último momento. Nosotros ignorábamos lo que había sucedido. Si hubiéramos sabido que íbamos a toparnos con pedazos de tórax y extremidades desparramadas, sin duda Jos no me hubiera llevado. Pero salimos, cruzamos a píe la carretera que nos separaba de las vías y algún rincón de mi subconsciente me dice que eso que ví era una cabeza aplastada y un pedazo de pierna, sangre, jirones de piel y ropa. El viejito de la basura fue el primer muerto. Después vería muchos más. Una noche del verano de 1986, en plena euforia mundialista, estaba yo en nuestro departamento de Avenida Vasconcelos viendo la repetición del Francia vs Italia (los galos de Platini despacharon 2-0 en el estadio de Pumas a los campeones de Conti y Altobelli) cuando escuché el desesperado chillar de frenos que antecede al retumbar de las carrocerías impactadas. Vasconcelos siempre ha sido mortífera, pero ese crucero era el triángulo sampetrino de las Bermudas. Salí corriendo y fui de los primeros curiosos en llegar a ver a un hombre despanzurrado entre volante y tablero. El copiloto yacía con la roja cara cubierta por los restos del parabrisas pulverizado. Después vi más muertos. Atropellados, en mas choques, un infartado que rodó escaleras abajo en el edificio de Correos. Y después me hice reportero. Mi primer ejecutado lo recuerdo muy bien, pues los sicarios decidieron acabar con su vida en un sitio de esos que son material de postal regia y son visitados por miles de hambrientos turistas: El Rey del Cabrito. Yo estaba en Palacio Municipal, poniéndole marca personal al corruptísimo alcalde Chema Elizondo, cuando se escucharon los plomazos. Cuando has escuchado el traquetear de una ametralladora, nunca volverás a confundirlo con cohetes. Salimos corriendo (al Palacio Municipal regio y al Rey del Cabrito sólo los separa el Museo Marco) y ahí estaba en el estacionamiento, con los brazos en cruz, sobre su respectivo charco rojo. El sombrero texano voló varios metros. Era un ganadero y murió con la panza llena, pues cuando lo mataron iba saliendo del restaurante. Era 1998 y en Monterrey los ejecutados no eran todavía tan comunes como ahora (el último, creo, había sido Polo del Real, asesinado en el café Florian en 1996) Algún periódico amarillista cabeceó: “Como en Tijuana” y los tijuanenses, doy por hecho, se enfurecieron. Después llegaron más muertos. Dos atropellados: un anciano en Pino Suárez y una viejita en Ruiz Cortinez. Recuerdo un suicidado en San Bernabé. Era un joven, no más de 20. Se colgó en su cuarto. Los ahorcados se tornan púrpuras y los ojos parecen salir de sus órbitas. Esos muertos fueron en Monterrey. Luego me fui a Tijuana y los cuerpos desfilaron en cascada, pero esa es oootra historia.