Hotel de aeropuerto
En ciertas teologías le llaman
limbo; tú puedes llamarlo hotel de aeropuerto. Estos lugares son el no lugar
por antonomasia, la catarsis de la asepsia. Llegas aquí de madrugada e
irremediablemente te sientes inmerso en un cuadro de Edward Hopper o en un
cuento de Lucía Berlin. De pronto reparo en que pese a haber nacido en Nuevo
León nunca había dormido en el municipio de Apodaca. Siempre hay una primera
vez. El avión aterriza de madrugada sin
mayores contratiempos. ¿Cuántas veces en mi vida he hecho la ruta Tijuana-Monterrey-Tijuana?
Ya he perdido la cuenta. ¿El tramo aéreo que más veces he recorrido en mi existencia?
Sin duda. El límbico hotel aeroportuario ofrece transportación gratis a sus
huéspedes, pero el chofer tarda más de media hora en llegar. La madrugada ni
siquiera alcanza a ser fría. El chofer me pregunta que de donde soy y le respondo
que de Tijuana. Lo primero que quiere saber es si conozco al güey de la
Patrulla Espiritual. Pero vaya que lo conozco, le digo. ¿No ves que soy un tazo
dorado en fuga? Me gané la beca pero la rehusé. Conmigo no parió la cochi. Pienso
entonces que El Chiquilín Osuna es el nuevo súper héroe de Tijuana, mucho más
conocido que un montón de artistas, políticos o deportistas ¿Lo incluirá
Galicot en su salón de la fama tijuanense? Debería.
Llego al hotel. La absoluta desolación
que rodea al chico de la recepción es más hopperiana que el más triste cuadro
de Hopper
El chofer ofrece llevarme al
centro de Apodaca a buscar un restaurante 24 horas, pero opto por dormir sin
cenar. Me siento un perfecto extraño. La ventana de mi cuarto tiene vista a un
parque industrial. Cuando en Monterrey
la gente me pregunta que de dónde soy les respondo que de Tijuana. Pienso que
si les digo que soy regio estaría mintiendo. Podría contarles que según cuenta
la leyenda, yo nací aquí hace 50 años, pero la verdad ya no estoy tan seguro. ¿De
verdad habré nacido aquí? Sospecho que las montañas son las mismas, pero el
resto nada tiene que ver. Pienso que soy el único ser vivo en este hotel, pero
cuando bajo a desayunar al amanecer me doy cuenta que está lleno. Los hoteles
de aeropuerto son un negociazo. ¿A quién se le ofrece dormir aquí? A mucha
gente. Veo sobrecargos de Volaris, ingenieros con el logo de la planta en la
blanca camisa, coreanos armados con sus laptops listos para ir a pegarle una
chinga al hatajo de haraganes que tienen por subordinados en la fábrica. Pienso
entonces en la hipotética historia del ingeniero Cho Kwang-rae, graduado de la
Universidad Nacional de Seúl, que trabaja en el corporativo de la Daewoo y un
día de noviembre debe viajar a Monterrey a supervisar qué carajos pasa con la
planta de Apodaca o Pesquería en donde esta sarta de pendejos no parece
asimilar el nuevo proceso de
reingeniería. Eso sí, tal vez sería el cansancio, pero en el no lugar se duerme
bien y aunque es otoño enciendo el clima. Entonces sueño que escribo una
historia sobre un hotel de aeropuerto y la duermevela me dicta palabras como
región límbica, no lugar, asepsia, Edwar Hopper Lucia Berlin y la noche oscura
del alma se consume como ceniza en el viento contaminado y otro denso amanecer
irrumpe en esta hostil ciudad a donde alguna broma de negrísimo humor me arrojó
a nacer. Hotel, dulce hotel.