Eterno Retorno

Saturday, June 04, 2022

Tampoco el Tlacuache traga de todo

 


 

Siempre me he definido como un lector Tlacuache, porque leo de todo y no le hago ascos a (casi) nada, pero de pronto reparé en que mi omnívoro tlacuachismo tiene límites, pues hay cientos de miles o millones de libros que nunca ni por casualidad voy a leer, aquellos que ni siquiera volteo a ver en una librería y los paso de largo sin  dedicarles un ojo de pájaro de cuatro segundos a su contraportada. Para mí simplemente no existen, como en mi vida no existen el beisbol o el box. Todos esos millones de libros sobre liderazgo, emprendedores, recetarios espirituales, códigos Da Vincis y similares los paso en automático de largo. Hay secciones de la librería en donde ni por error me detengo.  Lo peor es que aún entre los libros susceptibles de seducirme y volarme la cabeza, hay varios miles  que no leeré nunca porque no me alcanzará la vida. Me he resignado a que moriré sin haber leído un montón de librazos que habrían sido extraordinarios compañeros de viaje, pero sucede que  a la canija existencia no le da por ser eterna. En forma paralela hay varios millones de textos de los que simplemente paso de largo. Mil y un libros que sin duda tienen un gran significado para un montón de lectores a los que yo no dedicaré medio segundo de mi vida. Acaso influyan ahí las ideas preconcebidas,  los prejuicios o esa cosa que llaman mercadotecnia. Por ejemplo, cualquier libro de  Anagrama o Acantilado, por el solo hecho de pertenecer a dichos sellos, me merecerá unos minutos de atención a su contraportada y un furtivo hojeo si es que el libro está abierto, sin importar si  conozco o no a su autor o incluso si el tema me interesa o no (aunque Anagrama saca últimamente cada pinche adefesio). En cambio, creo que aunque viviera veinte vidas eternas con sus respectivas reencarnaciones, nunca destinaré tres minutos a leer algo como Padre rico, padre pobre o El monje que vendió su Ferrari. No se me confundan colegas. No voy a ponerme en plan mamón o exquisito y a hablar de que yo solo leo “alta literatura culta y que en mi erudita mente no hay lugar para la chatarra”. Olvídense de eso. Cada libro, por pestilente que aparente ser, es susceptible de seducir a  un hipotético lector y provocarle algo. Mis respetos para Anabel Hernández y compañía. Loable, sólido y profesional es el trabajo periodístico que hacen, pero como lector difícilmente dedicaré algún tiempo a leer sobre Emma Coronel o Los señores del narco. No me interesa, no me llama y ya he leído suficiente sobre el tema. Ya me cayó el veinte de lo poco que dura la vida y no puedo desperdiciar tiempo en lecturas redundantes.

Tal vez me estoy perdiendo de algo muy chingón, pero no siento el menor apetito por leer un libro así. Es más, les voy a confesar  una cosa: frente a mí hay un montón de alta y sublime literatura de la que pasaré de largo. Tal vez un algoritmo de Google o Amazon podría sacar la conclusión de que por mis filias e inclinaciones  yo soy un potencial lector de Cristina Rivera Garza, pero la verdad es que difícilmente leeré algún día  el libro sobre su hermana muerta  por la simple y sencilla razón de que en el pasado me ha costado horres terminar de leer los libros de esta autora que sin duda es genial, pero conmigo nomás no conecta. Vaya, me aburre horriblemente para andar sin rodeos. Hay otros ejemplos. Creo que nunca en la vida, y ni echándole muchísimas ganas, he conseguido terminar de leer una columna de Emiliano Monge para ser honesto. Sin duda algo tendrá, pero conmigo nomás no conecta el morro. Difícilmente volveré a dedicarle un minuto a Javier Velasco. Su vida entera se limita a un solo libro y ese único libro me pareció prescindible.  Algunos autores me volaron la cabeza en un principio y luego simplemente los aborté. El Mario Bellatin de Salón de belleza y Poeta ciego me parece sublime, pero dudo que vuelva a leer algo de ese autor, pues los mil bodrios posteriores ya superan a las obras memorables. Lo anterior también es aplicable a las vacas sagradas. Ya que ando en plan brutalmente sincero, les confesaré que detesto a Carlos Monsiváis, que tampoco consigo terminar ni siquiera una columna suya y que con brutal franqueza me parece y me ha parecido siempre el non plus ultra de lo patético. Lo mismo me pasa con Poniatowska y difícilmente volvería a leer un libro suyo e mi vida. Reconozco  su trascendencia en la historia del periodismo mexicano, pero como lector me da una hueva insoportable. Chido Ibargüengoitia, curado su sentido del humor, pero la neta y sin que me quede nada, prefiero a Carlos Fuentes con toda su mamonería a cuestas. A toda madre Bolaño  y su real visceralismo jarcorero, pero el odiado y neo liberal Vargas Llosa se lo lleva de calle como novelista… continuará