HG
Al
principio todo fue cumplir órdenes, aguantar sopapeadas y regaños, llevar,
traer y sostener vendas y alcoholes, pero claro, eso solo fue al principio.
Después el ritmo demencial de ese descomunal moridero nos envolvió y se encargó
de contagiarnos su locura y todas tuvimos que hacer de todo y entrarle parejo.
Creo que el único día de mi vida en que vi vacío y en calma al Hospital General fue el primero, cuando
entró en funciones, pues al caer la tarde ya habían llegado los primeros
internos y desde entonces no han parado de llegar, día tras día, hora tras
hora. La ciudad se encarga de proveer siempre un nuevo moribundo, uno tras
otro, cada uno con los minutos contados. En el Hospital General recibimos a los
que nadie quiere recibir, a los no afiliados al Seguro Social, a los que nunca
han podido destinar un peso para pagar un médico privado, los mil y un
sobrevivientes de la economía subterránea, la carne de cañón machacada por las
fauces de esta gran bestia urbana. Deportados, indigentes, paracaidistas,
migrantes recién llegados. Entonces me acostumbré a ver morir y me acostumbré
rápido.