La posteridad es una grandísima hija de la chingada, rejega y caprichosa como ella sola. Nadie tiene control alguno sobre la forma en que será recordado u olvidado después de muerto, sobre todo con una mitología historiográfica tan sui géneris como la mexicana. Una ley infalible es que aquellos personajes que se obsesionan demasiado por su dimensión histórica acaban en calidad de parias o apestados. La posteridad les saca la lengua y les da la espalda. Los caudillos que en vida se erigieron monumentos, se cantaron himnos y bautizaron ciudades con su nombre, acaban marginados del gran banquete donde liban los héroes. Hay quienes llegaron a conocer el Olimpo en vida y tuvieron argumentos de sobra para creerse que la patria los tributaría por toda la eternidad. Pienso, sobre todo, en Agustín de Iturbide y en Porfirio Díaz. Al momento de coronarse emperador en 1822, Iturbide tenía razones para creerse el cuento de su inmortalidad. Vaya, llevaba el cetro de un imperio descomunal que lo aclamaba como libertador y aunque su gloria fue de lo más efímera, en algún momento se sentó en los cuernos de la luna. Mucha más duradera y sólida fue la gloria de Díaz. La noche en que celebró sus 80 años de vida y el Centenario de la Independencia, don Porfi era aclamado y respetado por mandatarios de todo el mundo, reconocido como el gran estadista de América. Le sobraban argumentos para pensar en que siglos después de su muerte México lo seguiría tributando y que las grandes avenidas del país llevarían su nombre. La otra cara de la moneda, es la de aquellos que se sacaron el premio mayor en la lotería de la posteridad. El caso más representativo de todos es por mucho el de Miguel Hidalgo. Al momento de morir, el cura de Dolores podía pensar que su destino sería el basurero de la historia. Su fallido alzamiento apenas había durado seis meses. No había una estrategia militar ni mucho menos objetivos políticos claros, fuera de salir a “coger gachupines”. Ambigüedad e improvisación fueron la esencia de su efímera revuelta y ni siquiera alcanzó a diseñar un esbozo de proyecto de nación independiente. No solo cargaba a cuestas con la derrota total y la traición, sino que al momento de ser capturado, Hidalgo había sido degradado y despojado del mando por sus propios subalternos que le perdieron la confianza y lo consideraban un inepto. De hecho, era ya una especie de prisionero de su diezmada tropa. Allende, quien se quedó con el mando, hizo lo posible por matarlo y lo trató de envenenar varias veces. Al momento del juicio, los caudillos se acusaron mutuamente y se repartieron culpas en afán de salvar el pellejo. Hidalgo no consiguió absolutamente nada (nadita de nada) pero aun así es el Padre de la Patria (de una patria que ni siquiera en su mente alcanzó a concebir). Lo dicho: el premio gordo en la canija ruleta de la posteridad. (DSB)
Monday, September 16, 2019
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