Wacken había terminado y nos quedaba una semana en Europa antes de retornar a Chile. Nos hubiera encantado peinar el Viejo Continente, pero nuestros ahorros no daban para más. Pasamos tres días en Ámsterdam y otro par en Brujas. Los labios de la croata permanecían aferrados a mis recuerdos mientras fumábamos hash en un cofee shop de la Damrack y paseábamos entre las vitrinas. Cuando deambulábamos entre los caprichos góticos de Brujas, la idea me tomó por asalto. No era algo que meditara con pros y contras, sino un impulso, una corazonada que me invitaba a saltar al vacío. El último día antes de nuestra partida lo pasamos recorriendo Hamburgo. Llamé al teléfono móvil de la croata, pero una voz en alemán me indicó algo que interpreté como que el número no estaba disponible o se encontraba fuera del área. Esa llamada no contestada debió tener la contundencia para disuadirme. También las palabras entusiastas de Claudio, cuando íbamos camino al aeropuerto. Nuestra actuación en Wacken marcaba un umbral en nuestra carrera y a partir de ahora vendrían tiempos mejores. Lo primero que haríamos al retornar a Chile sería emprender una gira por todo el país y tal vez por Argentina y después grabar un disco. Claudio hablaba y hablaba, mientras yo me desvanecía hacia la zona más irracional de mi cabeza mirando el cielo nublado por la ventana. Justo cuando ya hacíamos fila frente al mostrador de la aerolínea y Claudio se preparaba para registrar su bajo en el equipaje, el impulso acabó por ganarle la partida al razonamiento del tipo prudente. La contundencia de mis palabras me sorprendió a mi mismo, como si el que hubiera alzado la voz fuera otro. “Claudio, yo me quedo”, dije sin dar mayores explicaciones. Mi amigo llegó al extremo de desentenderse de su bajo por dos minutos para mirarme con intensidad a los ojos y decirme pendejo, chiflado, zafado de la mente. ¿Quedarme a qué? ¿Con quién? ¿Con la rusita flaca esa que te ligaste? El tecladista y el guitarrista intervinieron. Estás demente Orlando. Ya volveremos a Europa cuando hagamos nuestra primera gira mundial. Claudio intentó jalarme el brazo, empujarme hasta el mostrador de la aerolínea. Los empleados de seguridad nos miraron inquisitivos. No había mucho tiempo que perder. Mi decisión estaba tomada. Le di un apretón de manos a cada uno y cargando mi vieja mochila de excursionista salí del aeropuerto.
Una hora después, cuando desde una esquina de Hamburgo vi aviones surcando el cielo, tuve por vez primera conciencia de la amarra cortada. Estaba en altamar sin salvavidas o suspendido en el aire sin cable a tierra. Vi pordioseros africanos afuera del metro y me di cuenta que a partir de ese momento estaba ingresando en su equipo. Hacía unas horas era un músico chileno que acababa de cumplir un compromiso artístico en Europa. Ahora era un inmigrante con 91 euros en la bolsa y un papelito doblado con el teléfono de una mujer croata que me había invitado a integrarme a su banda. Cuando estuve parado frente al bar del Reperbahn donde Alenka Bozena me dijo que su grupo tocaba por las noches, supe que el resto de mi vida estaba comenzando.
Saturday, November 30, 2013
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