Pasteles de lodo y diluvios universales
Te das cuenta que te has vuelto un viejo tundeteclas cuando descubres con horror que todo aquello que escribiste hoy ya lo has escrito mil veces. La alerta por el diluvio universal es la misma de todos los eneros y la he escrito todos los años. La evocación siniestra del Apocalipsis 93 siempre despierta nuestras peores pesadillas, aunque cientos de miles de tijuanenses ni siquiera intuíamos Tijuana hace 17 años. Aún así, los relatos de una inundación bíblica son capaces de asustarnos y no es para menos.
Lo he pensado muchas veces, lo he escuchado otras tantas: Pobre de Tijuana cuando le caiga encima un desastre natural. ¿Se imaginan? Dante no habría concebido semejante Infierno.
Nunca la Naturaleza se había ataviado con semejante traje de furia como en estos últimos seis años. Desde el tsunami asiático que despidió el 2004, hasta el Haití actual, los elementos se han dado a la tarea de danzar la sinfonía del caos. Sin embargo, los desastres están siempre lejos, muy lejos. Son palmeras y postes derrumbados dentro del marco de la televisión, edificios transformados en escombro, calles surcadas por abismos, manos siempre morenas que se elevan hacia un helicóptero suplicando ayuda, avenidas inundadas y playas sepultadas en rocas. Sri Lanka, New Orelans, Cancún, Haití. Katrina, Stam, Wilma, terremotos, tornados, una película que se confunde. ¿Cuál fue primero? ¿Cuál más mortífero?
En Tijuana contemplamos los desastres de reojo, con esa marca de tan propia de la casa llamada absoluta indiferencia, viviendo a gritos ese desastre natural tan nuestro que son miles de carros haciendo línea ante el migra y comentando entre sorbos de café los estragos del Siave.
Sin embargo, todos en Tijuana coincidimos en lo mismo: Pobres de nosotros el día que nos caiga un desastre natural. Unas gotas de lluvia ligera son capaces de transformarse en heraldos del Apocalipsis en estas calles, despertando los omnipresentes espectros de 1993.
Esta ciudad jamás deja de jugarme nuevas bromas enseñándome rincones urbanos que de tan improbables parecen contorsiones circenses, desafíos a la gravedad, malabares arquitectónicos de llanta y lámina al borde del vacío. Una ciudad entera en un pastel de lodo. Quien quiera que afirme conocer Tijuana como la palma de su mano miente. Es posible que conozcas Mexicali, plano, lineal (y patético), pero esta topografía insurrecta siempre te depara una sorpresa. Atrás de ese cerro imposible, en esa cañada de noventa grados, al fondo de esa barranca de lodo siempre habita un nuevo infierno. Tijuana, como un cuerpo invadido de llagas purulentas que se multiplican día con día. Laberinto de cañones y laderas, mentada de madre topográfica. Nunca la abarcarás por completo. Vistos desde lo alto del cañón, los cerros y laderas de la colonia 3 de Octubre semejan pasteles de lodo en donde las casas fungen como velitas. Pasteles de lodo siempre a punto de desmoronarse y caer desparramados sobre un montón de viviendas de lámina, madera y cartón en donde cada día miles de familias desafían a la existencia y dan lecciones de supervivencia en un entorno hostil, donde cada lluvia desata una hecatombe.
Basta ver los cortes de cerro, similares a un polvorón de azúcar mojado en leche. Cerros cortados de tajo por el cuchillo voraz de las inmobiliarias capaces de tragarse la Pangea con tal de construir 10 mil microcasas al año y tener a 10 mil clasemedieros como esclavos de sus créditos. Basta ver las laderas en donde en un amanecer brotan como chancros infinitas casas de lámina y cartón sostenidas por el infalible cimiento de llantas esperando pacientes el derrumbe. Tijuana de cerros y hoyos, orgullosa ciudad puberta, en plena adolescencia, ampliándose tres cuadras diarias, con sus colonias inaccesibles al fondo de barrancas o en la cima de los cerros. Microcosmos improbables que yacen al fondo de siniestros cañones esperando, como reses en el matadero, a que Doña Naturaleza, vistiendo su traje de furia, venga a danzar por nuestra ciudad.
Lo he pensado muchas veces, lo he escuchado otras tantas: Pobre de Tijuana cuando le caiga encima un desastre natural. ¿Se imaginan? Dante no habría concebido semejante Infierno.
Nunca la Naturaleza se había ataviado con semejante traje de furia como en estos últimos seis años. Desde el tsunami asiático que despidió el 2004, hasta el Haití actual, los elementos se han dado a la tarea de danzar la sinfonía del caos. Sin embargo, los desastres están siempre lejos, muy lejos. Son palmeras y postes derrumbados dentro del marco de la televisión, edificios transformados en escombro, calles surcadas por abismos, manos siempre morenas que se elevan hacia un helicóptero suplicando ayuda, avenidas inundadas y playas sepultadas en rocas. Sri Lanka, New Orelans, Cancún, Haití. Katrina, Stam, Wilma, terremotos, tornados, una película que se confunde. ¿Cuál fue primero? ¿Cuál más mortífero?
En Tijuana contemplamos los desastres de reojo, con esa marca de tan propia de la casa llamada absoluta indiferencia, viviendo a gritos ese desastre natural tan nuestro que son miles de carros haciendo línea ante el migra y comentando entre sorbos de café los estragos del Siave.
Sin embargo, todos en Tijuana coincidimos en lo mismo: Pobres de nosotros el día que nos caiga un desastre natural. Unas gotas de lluvia ligera son capaces de transformarse en heraldos del Apocalipsis en estas calles, despertando los omnipresentes espectros de 1993.
Esta ciudad jamás deja de jugarme nuevas bromas enseñándome rincones urbanos que de tan improbables parecen contorsiones circenses, desafíos a la gravedad, malabares arquitectónicos de llanta y lámina al borde del vacío. Una ciudad entera en un pastel de lodo. Quien quiera que afirme conocer Tijuana como la palma de su mano miente. Es posible que conozcas Mexicali, plano, lineal (y patético), pero esta topografía insurrecta siempre te depara una sorpresa. Atrás de ese cerro imposible, en esa cañada de noventa grados, al fondo de esa barranca de lodo siempre habita un nuevo infierno. Tijuana, como un cuerpo invadido de llagas purulentas que se multiplican día con día. Laberinto de cañones y laderas, mentada de madre topográfica. Nunca la abarcarás por completo. Vistos desde lo alto del cañón, los cerros y laderas de la colonia 3 de Octubre semejan pasteles de lodo en donde las casas fungen como velitas. Pasteles de lodo siempre a punto de desmoronarse y caer desparramados sobre un montón de viviendas de lámina, madera y cartón en donde cada día miles de familias desafían a la existencia y dan lecciones de supervivencia en un entorno hostil, donde cada lluvia desata una hecatombe.
Basta ver los cortes de cerro, similares a un polvorón de azúcar mojado en leche. Cerros cortados de tajo por el cuchillo voraz de las inmobiliarias capaces de tragarse la Pangea con tal de construir 10 mil microcasas al año y tener a 10 mil clasemedieros como esclavos de sus créditos. Basta ver las laderas en donde en un amanecer brotan como chancros infinitas casas de lámina y cartón sostenidas por el infalible cimiento de llantas esperando pacientes el derrumbe. Tijuana de cerros y hoyos, orgullosa ciudad puberta, en plena adolescencia, ampliándose tres cuadras diarias, con sus colonias inaccesibles al fondo de barrancas o en la cima de los cerros. Microcosmos improbables que yacen al fondo de siniestros cañones esperando, como reses en el matadero, a que Doña Naturaleza, vistiendo su traje de furia, venga a danzar por nuestra ciudad.