Eterno Retorno

Wednesday, February 02, 2005

La Quinta y el cisne

En El tañido de una flauta, Sergio Pitol usa la imagen de un cisne que es degollado. El cisne como metáfora no tiene muchas opciones: O emite su último canto o es degollado.
Al pensar en el cisne recordé la Quinta González, un verde oasis en el que pasé muchas, muchísimas tardes de mi infancia. La Quinta González estaba a unas cuadras de la casa de mis abuelos, sobre la salida a la carretera a Saltillo. Hace muchos años eso eran las afueras de Monterrey, los límites de la ciudad. Hoy son parte de lo céntrico de la mancha urbana. La Quinta González tenía su entrada principal por el lado de la carretera Saltillo y sus límites se extendían hasta el Río Santa Catarina. La Quinta me parecía un espacio infinito, eterno, inabarcable. Tenía incontables jardines, fuentes, una acequia y un lago artificial. La Quinta fue un semillero de sueños e historias atiborradas de magia. Confieso que actualmente sigo teniendo muchos sueños que se desarrollan en la Quinta. Claro que las historias sobre brujas, encantamientos y duendes que contaba mi tío José Manuel influían muchísimo en mis fantasías. Recuerdo que ir en la noche era toda una aventura, pues la Quinta se llenaba de tlacuaches y otras bestezuelas nocturnas.
Hasta mi adolescencia fui un asiduo visitante de la Quinta. Y bien, alguien me preguntará ¿Y eso que carajos tiene que ver con el cisne? Sí, ya se que soy el campeón de la dispersión y la anárquica asociación de ideas. Pero resulta que la lectura de Pitol me hizo recordar que en la Quinta había un enorme lago artificial. Siempre llegábamos a la orilla del lago en apariencia desierto en cuyas aguas sólo flotaban las hojas secas de los árboles. Sin embargo, después de algunos minutos estar ahí, aparecía el amo y señor de ese lago: Un enorme y malencarado cisne blanco. Un cisne solitario y feroz que reinaba con dignidad aristocrática sus aguas y al que no agradaban los visitantes. Podría buscar una y mil simbologías sobre el ave en mis recuerdos, pero eso mejor se lo dejo a Pitol.

Gloria Patriota

La gente ordinaria me echa en cara que suelo apoyar equipos sin grandes laureles deportivos. Estando fuera de Monterrey, la gente se sorprende de mi fanatismo por los Tigres y les llama la atención que no sea yo el clásico y aburrido tipo ordinario que apoya a América o Pumas y otros equipos chilangos y tapatíos de su ralea.
Con la NFL me sucedía lo mismo. Yo siempre me declaré Patriota y desde niño solía usar indumentaria de ese equipo (los regalos de mis tíos Davy de Massachussets influían en mis gustos claro está) Recuerdo aquellas temporadas de 1-15, el SuperBowl de 1986, cuando Osos de Chicago nos apaleó y las burlas de mis compañeros, ordinaria y aburridamente fanáticos de los despreciables Dallas Cowboys (aborrezco con el alma a ese equipo) o los 49 de la época de Montana y los Delfines de Marino o los Gigantes o los Raiders (clásico de aspirante a chico malo y con vocación de pandillero) Yo me mantenía fiel a los Patriotas. Pues bien, ahora me toca la época de vacas gordas y aunque sin duda no faltará quien piense que estoy con los Pats por ser los ganadores, lo cierto es que a mí me ponen contento sus triunfos y creo que las Águilas necesitan algo más que un milagro para evitar ser apaleadas este domingo por la avalancha Patriota.

Fin de semana en familia

Mis padres me visitan en Tijuana casi seis años después de su última y única visita a esta ciudad. Harto gusto me da recibirlos por estos terruños tijuanenses en donde vivo mi autoexilio sin visitas. Para no ir más lejos, nunca un familiar consanguíneo, sea Salinas o Basave, ha visitado nuestra casa y en seis años cuento con los dedos de una mano (y me sobran) las visitas de amigos o familiares a Tijuana.




De periódicos y otras prisas

Con interés leo lo escrito por Morcillo en torno al periodismo, la cultura y otros tópicos. Este párrafo me resulta particularmente interesante.

El periódico aprisiona, en el fugaz orden de sus columnas y de sus recuadros, la desordenada, grotesca, feroz, magnánima, ignominiosa realidad que el mundo continuamente le echa encima; describe procesos sociales y anómalos casos individuales, transformaciones periódicas de la vida, mutaciones antropológicas; enlaza la crónica de barrio con acontecimientos mundiales, junta horror, piedad verdadera y falsa, verdad y mentira, retórica, frases hechas, manipulaciones, descubrimientos, denuncias, batallas, encubrimientos. Como lo sabía Dickens o Dostoievski, el periódico es el borrador de una tentacular y gigantesca novela que ya es global, que se dispersa y disuelve en miles de arroyuelos que de inmediato desaparecen. Mucho depende del nivel, de la calidad, del tono, de la honestidad de esta novela por entregas que es el periódico. Ciertamente, la cultura del periódico no se identifica con la vieja Terza Pagina (Sección Cultural) o con las actuales páginas ?culturales? que se ocupan de literatura, arte, filosofía, música, historia, cine.

Me parece un párrafo de lo más rescatable el incluido por Morcillo. El periódico en efecto, suele ser un licuado de vida diaria hecho en carrera contra reloj con las prisas del omnipresente cierre.
No se si Dickens y Dostoievski coincidieron, pero lo cierto es que me agrada eso de la tentacular y gigantesca novela disuelta en miles de arroyuelos.
Algo se yo de esto. El periódico es una novela fugaz, efímera, que vive su momento de máximo esplendor entre las 7:00 y las 11:00 de la mañana y que con la llegada del ocaso siente llegar su agonía. El Periódico de Hoy vive su apoteosis cuando yace alzado al cielo por el brazo incansable del voceador en algún transitado crucero. Se regodea cuando está en la mesa junto al desayuno de cientos de políticos y funcionarios, mientras el atarantado empleado de comunicación social se encarga de sacar las copias y engraparlas para enviar la síntesis a sus superiores y los locutores de radio leen las noticias principales. En un día de entre semana, el periódico vive su momento de gloria por la mañana. Por la tarde, como las actrices viejas o gordas, empieza a sentir el horror de la indiferencia y la pérdida de actualidad. Al anochecer es obsoleto y al día siguiente se ha transformado en el periódico de ayer, eclipsado por el todo poderoso periódico de Hoy. Algunos, los ejemplares memorables de grandes reportajes o aquellos que tienen algún significado para el lector (no hay mujer que se resista a guardar el ejemplar donde sale su foto en Sociales, máxime si la foto salió bien) se salvarán de la basura o el cementerio de la hemeroteca. Yo desde niño tengo la mala costumbre de guardar periódicos. En mi infancia, cuando faltaba mucho para que me pasara por la cabeza trabajar en algún periódico, me dedicaba a guardar religiosamente ejemplares de El Norte (que era el periódico que recibíamos en casa y en el que muchos años después trabajé) Guardé todos los ejemplares del Mundial México 86, los que reseñaban grandes triunfos de los Tigres o hechos históricos, como aquel gran zafarrancho de macanas y gases en la Macro Plaza cuando Jorge Treviño le hizo el fraude a Canales Clariond en 1985. Los cajones de la base de mi cama estaban atiborrados de periódicos viejos que vivieron conmigo durante años hasta que al ser adulto y contraer matrimonio los acabé por tirar. Siempre he sido un lector compulsivo de periódicos. Actualmente se comprende, pues trabajo en uno y digamos que parte de mi trabajo cosiste en saber qué manejan los otros periódicos de la ciudad. Así las cosas una parte de mi existencia diaria se va en leer lo que publican diarios, semanarios, pasquines y demás. También me confieso un fanático de las hemerotecas. En la de la Biblioteca Benito Juárez pese a lo apolillada y destartalada, yo soy feliz y pedo pasar horas leyendo ejemplares viejos del Zeta de finales de los 80 y principios de los 90 (cuando Zeta era Zeta y no la triste sombra de si mismo en la que se ha transformado) La historia se lee diferente cuando la lees en los periódicos. Hay ese olor fresco de actualidad e incertidumbre que rodea a la inmediatez y que contrasta con el frío análisis del historiador. Para leer sobre el asesinato de Colosio, nada como el periódico del 24 de marzo de 1994. Todo lo que se escribió después es paja vil.
En fin, podría seguir escribiendo mucho sobre la metafísica del periodismo, pero ya no tengo tiempo, pues resulta que trabajo en un periódico y me he atrasado en mi trabajo por estar desvariando con estas cosas.


U2

Cada que se aproxima una gira de U2 siempre se arma el mismo barullo con las filas de gente que se desvive y acampa afuera del Sports Arena por comprar un boleto. La verdad nunca he entendido ni compartido el fanatismo que genera esa banda. Pese a que es considerado un grupo emblemático de mi generación y pese que conozco a muchísima gente de mi edad cuya vida fue marcada por estos irlandeses, yo ante esa banda siempre he mantenido una absoluta indiferencia. Digo, no me molesta ni me desagrada ni llegaría un momento en que dijera quita esa mierda o voy a taparme los oídos. No. Pero tampoco hay una sola canción de ellos que me provoque algún sentimiento o me genere una mínima emoción. Me son absolutamente indiferentes y soy apático ante su música. Pese a que desde mi adolescencia he conocido tipos cuyos cuartos estaban tapizados con posters de Bono y acudí a cientos de fiestas donde la música de fondo era In the Name of Love, a mí me genera indiferencia y no pagaría un centavo por ir a un concierto de ellos, aunque si alguien me lo invitara (¿quién carajos te va a invitar Daniel?) sí acudiría (lo que no sucedería, claro está, con una tocada de rap o hip hop, a la que no acudiría ni aunque me pagaran por ello) Hay otros productos masivos de los 80 que me motivan un poquito más. Digamos que toda una generación se masturbó con Depeche Mode o The Cure, que hasta eso que sí me agradan y tienen rolas que me gustan (incluso acudí y disfruté bastante el concierto de Depeche en abril del 94 en Monterrey) Sin embargo U2 nomás no me produce un carajo. Sus canciones son ante mí como una mujer frígida y desabrida. Ahora que si a grupos populares y masivos vamos, yo soy mucho más feliz escuchando los Rolling Stones y los Beatles.

Monday, January 31, 2005

De Rosarito a Tijuana, vengo por toda la orilla.


No se cuántas veces en mi existencia he recorrido el camino de Rosarito a Tijuana por la carretera libre. ¿Más de mil veces? Creo que me quedo corto. Lo cierto es que en muy poco tiempo, el paisaje de la carretera se ha transformado por completo y hoy en día es harto distinto. Para efectos de iniciar la semana con optimismo, diré que las lluvias nos han dejado por herencia el verde profundo en las colinas y esas flores amarillas tan puntuales y tan poco exigentes, que les basta un poquito de humedad para poblar todos los cerros. Por desgracia, y aquí viene lo malo del asunto, las siempre codiciosas inmobiliarias también nos han heredado decenas de miles de casas en los alrededores de la carretera. Urbi, Geo y compañía, tuvieron a bien atiborrar la zona de viviendas. Son miles y miles de casitas que han brotado como chancros sobre los terrones. De la noche a la mañana, como si se tratara de una infección virulenta, las casitas han cubierto los cerros como las llagas cubren la piel del sifilítico o el leproso. Viviendas construidas al vapor, con los materiales más baratos del mercado, milimétricas como una pajarera, insípidas y carentes de alma, pero eso sí, perfectamente regulares.
Hace unos cuantos años, muy poquitos años en realidad, había a un lado de la carretera cerros pelones y polvorientos. La Gloria era una tierra de nadie en medio del vacío y el camino a Tijuana un espacio placentero que llevaba tan sólo unos minutos recorrer. Hoy los cerros no han dejado de ser polvorientos y la carretera sigue siendo la misma carretera, con sus dos carrilitos y sus recién estrenados baches en cada nueva lluvia. La diferencia es que por esa misma carretera, sobre esos mismos baches, pasan ahora los diez mil carros de diez mil familias que hace muy poquitos años estaban en cualquier otra parte, muy lejos de ahí. Gracias a las inmobiliarias, que se han embolsado millones de pesos vendiendo sueños imposibles a la clase media, cruzar el tramo de La Gloria es un reto que puede consumir más de una hora de existencia. Ahí van los miles y miles de carros en fila, con sus motores lanzando agónicos estertores, luchando por salir de sus fraccionamientos por la única calle disponible, librando una batalla a brazo partido por integrarse a la carretera, donde los aguarda otro ejército de vehículos. Ahí, a un lado de esa carretera, las inmobiliarias amontonaron sueños, complejos y aspiraciones clase medieras. Familias que respiran, cagan, cogen y desparraman sus miasmas por su microcosmos. Familias que tras los débiles muros de tablarroca, en esos edenes de milímetros que les reservó la creación y su magra nómina, se encargaran de tener una televisión y algunos videojuegos y se sorrajaran putazos de vez en cuando, o más bien dicho muy seguido, cuando la necedad del escuincle cale duro en el humor fracasado de los progenitores y sólo el cintarazo pueda romper ese sopor omnipresente, esa parquedad que las telenovelas no alcanzan a romper. Y se tejerán historias de celos, de engaños, de deseo agonizante, de relaciones frígidas, de episodios impotentes, de anhelos cada vez más dormidos, de deudas universales, de bolsillos insuficientes y el símbolo de perpetuidad de la derrota se consumará cada mañana, cuando la llave gire y el viejo motor vuelva a encenderse tosiendo como un viejo canceroso agonizante y los niños, debidamente uniformados, modorros y desganados, se apresten a ser llevados al colegio y la madre al volante, encorajinada y lagañosa, hará sonar el claxon y dejará escapar una que otra mentada cuando luche por arrojar su carcacha al caos vial, lo que no impedirá que cuando el tráfico esté lento y el semáforo se ponga en rojo, aproveche para sacar su maquillaje y tratará de combatir con polvo y plasta las bromas pesadas de la naturaleza, mientras los conductores que tuvieron la desgracia de quedar atrás de ella, desparraman su ira en un claxon furioso e impotente, al tiempo que los escuincles gritan y chillotean, inundando de migajas el asiento trasero y la radio matutina emite algún programa soez destinado a arrancar las risas de los idiotas y el tiempo sigue su marcha y los celulares se encienden para llamar al jefe y decirle que por ese tráfico endemoniado llegarán tarde al trabajo, una vez más, pues ya hay más de un carro que se ha quedado tirado en el camino y un choque de doña contra camión de volteo y la humanidad sigue su rumbo, su estúpido Mito del Eterno Retorno, aferrada a quién sabe que anhelo, venerando a alguna deidad mediocre, ciegos ante las colinas verdes y las flores amarillas que se atreven a desafiar al caos. Y en medio de todo esto, apretado en el asiento de un taxi, estoy yo, leyendo Mientras agonizo de Faulkner y pienso que la libre Rosarito- Tijuana tal vez algún día se pareció a la quietud fantasmagórica del Deep South y que la sierra de Cash y el caballo de Jewel pueden silenciar el ruido los motores y los radios impertinentes e intento mejor no desviar los ojos de la página y hacer esfuerzos titánicos para que el ruido no me arranque del útero literario, pues corro el riesgo de padecer un ataque de incurable misantropía y puede que hasta me de por jurarle al chofer del taxi que a veces odio a la humanidad, pero que odio más a Geo y a Urbi, por inyectar semejantes sobredosis de clase media en tan reducido espacio e interponerse en mi camino, al grado de hacerme desear un tsunami o terremoto que corte de tajo semejante cáncer mediócrata, qué importa que me lleve con él, bien me sacrificaría en pro de un mundo sin tráfico, sin doñas, sin escuincles chillones, sin programas de radio como Los Hijos de la Mañana, sin taxis y sin policías, sin inmobiliarias desangrando clasemedieros, sin celulares ni mofles contaminantes. Bien valdría la pena arrojarme a un tsunami por un mundo sin lunes.

En fin, esos arranques misantrópicos me asaltan los lunes por la mañana en la carretera libre a Tijuana. Por fortuna siempre estará la opción de la Escénica, con sus acantilados, su Pacífico imponente, sus Islas saludándome majestuosas desde el horizonte sin que nadie se interponga frente a mis 70 millas por hora y la rolita de Dream Theatre sonando a todo volumen. En esas condiciones, señoras y señores, una mañana es plenamente disfrutable y merece la pena ser vivida. Pero esa es otra historia. Hoy, como verán, me tocó venir por la libre.