De Rosarito a Tijuana, vengo por toda la orilla.
No se cuántas veces en mi existencia he recorrido el camino de Rosarito a Tijuana por la carretera libre. ¿Más de mil veces? Creo que me quedo corto. Lo cierto es que en muy poco tiempo, el paisaje de la carretera se ha transformado por completo y hoy en día es harto distinto. Para efectos de iniciar la semana con optimismo, diré que las lluvias nos han dejado por herencia el verde profundo en las colinas y esas flores amarillas tan puntuales y tan poco exigentes, que les basta un poquito de humedad para poblar todos los cerros. Por desgracia, y aquí viene lo malo del asunto, las siempre codiciosas inmobiliarias también nos han heredado decenas de miles de casas en los alrededores de la carretera. Urbi, Geo y compañía, tuvieron a bien atiborrar la zona de viviendas. Son miles y miles de casitas que han brotado como chancros sobre los terrones. De la noche a la mañana, como si se tratara de una infección virulenta, las casitas han cubierto los cerros como las llagas cubren la piel del sifilítico o el leproso. Viviendas construidas al vapor, con los materiales más baratos del mercado, milimétricas como una pajarera, insípidas y carentes de alma, pero eso sí, perfectamente regulares.
Hace unos cuantos años, muy poquitos años en realidad, había a un lado de la carretera cerros pelones y polvorientos. La Gloria era una tierra de nadie en medio del vacío y el camino a Tijuana un espacio placentero que llevaba tan sólo unos minutos recorrer. Hoy los cerros no han dejado de ser polvorientos y la carretera sigue siendo la misma carretera, con sus dos carrilitos y sus recién estrenados baches en cada nueva lluvia. La diferencia es que por esa misma carretera, sobre esos mismos baches, pasan ahora los diez mil carros de diez mil familias que hace muy poquitos años estaban en cualquier otra parte, muy lejos de ahí. Gracias a las inmobiliarias, que se han embolsado millones de pesos vendiendo sueños imposibles a la clase media, cruzar el tramo de La Gloria es un reto que puede consumir más de una hora de existencia. Ahí van los miles y miles de carros en fila, con sus motores lanzando agónicos estertores, luchando por salir de sus fraccionamientos por la única calle disponible, librando una batalla a brazo partido por integrarse a la carretera, donde los aguarda otro ejército de vehículos. Ahí, a un lado de esa carretera, las inmobiliarias amontonaron sueños, complejos y aspiraciones clase medieras. Familias que respiran, cagan, cogen y desparraman sus miasmas por su microcosmos. Familias que tras los débiles muros de tablarroca, en esos edenes de milímetros que les reservó la creación y su magra nómina, se encargaran de tener una televisión y algunos videojuegos y se sorrajaran putazos de vez en cuando, o más bien dicho muy seguido, cuando la necedad del escuincle cale duro en el humor fracasado de los progenitores y sólo el cintarazo pueda romper ese sopor omnipresente, esa parquedad que las telenovelas no alcanzan a romper. Y se tejerán historias de celos, de engaños, de deseo agonizante, de relaciones frígidas, de episodios impotentes, de anhelos cada vez más dormidos, de deudas universales, de bolsillos insuficientes y el símbolo de perpetuidad de la derrota se consumará cada mañana, cuando la llave gire y el viejo motor vuelva a encenderse tosiendo como un viejo canceroso agonizante y los niños, debidamente uniformados, modorros y desganados, se apresten a ser llevados al colegio y la madre al volante, encorajinada y lagañosa, hará sonar el claxon y dejará escapar una que otra mentada cuando luche por arrojar su carcacha al caos vial, lo que no impedirá que cuando el tráfico esté lento y el semáforo se ponga en rojo, aproveche para sacar su maquillaje y tratará de combatir con polvo y plasta las bromas pesadas de la naturaleza, mientras los conductores que tuvieron la desgracia de quedar atrás de ella, desparraman su ira en un claxon furioso e impotente, al tiempo que los escuincles gritan y chillotean, inundando de migajas el asiento trasero y la radio matutina emite algún programa soez destinado a arrancar las risas de los idiotas y el tiempo sigue su marcha y los celulares se encienden para llamar al jefe y decirle que por ese tráfico endemoniado llegarán tarde al trabajo, una vez más, pues ya hay más de un carro que se ha quedado tirado en el camino y un choque de doña contra camión de volteo y la humanidad sigue su rumbo, su estúpido Mito del Eterno Retorno, aferrada a quién sabe que anhelo, venerando a alguna deidad mediocre, ciegos ante las colinas verdes y las flores amarillas que se atreven a desafiar al caos. Y en medio de todo esto, apretado en el asiento de un taxi, estoy yo, leyendo Mientras agonizo de Faulkner y pienso que la libre Rosarito- Tijuana tal vez algún día se pareció a la quietud fantasmagórica del Deep South y que la sierra de Cash y el caballo de Jewel pueden silenciar el ruido los motores y los radios impertinentes e intento mejor no desviar los ojos de la página y hacer esfuerzos titánicos para que el ruido no me arranque del útero literario, pues corro el riesgo de padecer un ataque de incurable misantropía y puede que hasta me de por jurarle al chofer del taxi que a veces odio a la humanidad, pero que odio más a Geo y a Urbi, por inyectar semejantes sobredosis de clase media en tan reducido espacio e interponerse en mi camino, al grado de hacerme desear un tsunami o terremoto que corte de tajo semejante cáncer mediócrata, qué importa que me lleve con él, bien me sacrificaría en pro de un mundo sin tráfico, sin doñas, sin escuincles chillones, sin programas de radio como Los Hijos de la Mañana, sin taxis y sin policías, sin inmobiliarias desangrando clasemedieros, sin celulares ni mofles contaminantes. Bien valdría la pena arrojarme a un tsunami por un mundo sin lunes.
En fin, esos arranques misantrópicos me asaltan los lunes por la mañana en la carretera libre a Tijuana. Por fortuna siempre estará la opción de la Escénica, con sus acantilados, su Pacífico imponente, sus Islas saludándome majestuosas desde el horizonte sin que nadie se interponga frente a mis 70 millas por hora y la rolita de Dream Theatre sonando a todo volumen. En esas condiciones, señoras y señores, una mañana es plenamente disfrutable y merece la pena ser vivida. Pero esa es otra historia. Hoy, como verán, me tocó venir por la libre.
No se cuántas veces en mi existencia he recorrido el camino de Rosarito a Tijuana por la carretera libre. ¿Más de mil veces? Creo que me quedo corto. Lo cierto es que en muy poco tiempo, el paisaje de la carretera se ha transformado por completo y hoy en día es harto distinto. Para efectos de iniciar la semana con optimismo, diré que las lluvias nos han dejado por herencia el verde profundo en las colinas y esas flores amarillas tan puntuales y tan poco exigentes, que les basta un poquito de humedad para poblar todos los cerros. Por desgracia, y aquí viene lo malo del asunto, las siempre codiciosas inmobiliarias también nos han heredado decenas de miles de casas en los alrededores de la carretera. Urbi, Geo y compañía, tuvieron a bien atiborrar la zona de viviendas. Son miles y miles de casitas que han brotado como chancros sobre los terrones. De la noche a la mañana, como si se tratara de una infección virulenta, las casitas han cubierto los cerros como las llagas cubren la piel del sifilítico o el leproso. Viviendas construidas al vapor, con los materiales más baratos del mercado, milimétricas como una pajarera, insípidas y carentes de alma, pero eso sí, perfectamente regulares.
Hace unos cuantos años, muy poquitos años en realidad, había a un lado de la carretera cerros pelones y polvorientos. La Gloria era una tierra de nadie en medio del vacío y el camino a Tijuana un espacio placentero que llevaba tan sólo unos minutos recorrer. Hoy los cerros no han dejado de ser polvorientos y la carretera sigue siendo la misma carretera, con sus dos carrilitos y sus recién estrenados baches en cada nueva lluvia. La diferencia es que por esa misma carretera, sobre esos mismos baches, pasan ahora los diez mil carros de diez mil familias que hace muy poquitos años estaban en cualquier otra parte, muy lejos de ahí. Gracias a las inmobiliarias, que se han embolsado millones de pesos vendiendo sueños imposibles a la clase media, cruzar el tramo de La Gloria es un reto que puede consumir más de una hora de existencia. Ahí van los miles y miles de carros en fila, con sus motores lanzando agónicos estertores, luchando por salir de sus fraccionamientos por la única calle disponible, librando una batalla a brazo partido por integrarse a la carretera, donde los aguarda otro ejército de vehículos. Ahí, a un lado de esa carretera, las inmobiliarias amontonaron sueños, complejos y aspiraciones clase medieras. Familias que respiran, cagan, cogen y desparraman sus miasmas por su microcosmos. Familias que tras los débiles muros de tablarroca, en esos edenes de milímetros que les reservó la creación y su magra nómina, se encargaran de tener una televisión y algunos videojuegos y se sorrajaran putazos de vez en cuando, o más bien dicho muy seguido, cuando la necedad del escuincle cale duro en el humor fracasado de los progenitores y sólo el cintarazo pueda romper ese sopor omnipresente, esa parquedad que las telenovelas no alcanzan a romper. Y se tejerán historias de celos, de engaños, de deseo agonizante, de relaciones frígidas, de episodios impotentes, de anhelos cada vez más dormidos, de deudas universales, de bolsillos insuficientes y el símbolo de perpetuidad de la derrota se consumará cada mañana, cuando la llave gire y el viejo motor vuelva a encenderse tosiendo como un viejo canceroso agonizante y los niños, debidamente uniformados, modorros y desganados, se apresten a ser llevados al colegio y la madre al volante, encorajinada y lagañosa, hará sonar el claxon y dejará escapar una que otra mentada cuando luche por arrojar su carcacha al caos vial, lo que no impedirá que cuando el tráfico esté lento y el semáforo se ponga en rojo, aproveche para sacar su maquillaje y tratará de combatir con polvo y plasta las bromas pesadas de la naturaleza, mientras los conductores que tuvieron la desgracia de quedar atrás de ella, desparraman su ira en un claxon furioso e impotente, al tiempo que los escuincles gritan y chillotean, inundando de migajas el asiento trasero y la radio matutina emite algún programa soez destinado a arrancar las risas de los idiotas y el tiempo sigue su marcha y los celulares se encienden para llamar al jefe y decirle que por ese tráfico endemoniado llegarán tarde al trabajo, una vez más, pues ya hay más de un carro que se ha quedado tirado en el camino y un choque de doña contra camión de volteo y la humanidad sigue su rumbo, su estúpido Mito del Eterno Retorno, aferrada a quién sabe que anhelo, venerando a alguna deidad mediocre, ciegos ante las colinas verdes y las flores amarillas que se atreven a desafiar al caos. Y en medio de todo esto, apretado en el asiento de un taxi, estoy yo, leyendo Mientras agonizo de Faulkner y pienso que la libre Rosarito- Tijuana tal vez algún día se pareció a la quietud fantasmagórica del Deep South y que la sierra de Cash y el caballo de Jewel pueden silenciar el ruido los motores y los radios impertinentes e intento mejor no desviar los ojos de la página y hacer esfuerzos titánicos para que el ruido no me arranque del útero literario, pues corro el riesgo de padecer un ataque de incurable misantropía y puede que hasta me de por jurarle al chofer del taxi que a veces odio a la humanidad, pero que odio más a Geo y a Urbi, por inyectar semejantes sobredosis de clase media en tan reducido espacio e interponerse en mi camino, al grado de hacerme desear un tsunami o terremoto que corte de tajo semejante cáncer mediócrata, qué importa que me lleve con él, bien me sacrificaría en pro de un mundo sin tráfico, sin doñas, sin escuincles chillones, sin programas de radio como Los Hijos de la Mañana, sin taxis y sin policías, sin inmobiliarias desangrando clasemedieros, sin celulares ni mofles contaminantes. Bien valdría la pena arrojarme a un tsunami por un mundo sin lunes.
En fin, esos arranques misantrópicos me asaltan los lunes por la mañana en la carretera libre a Tijuana. Por fortuna siempre estará la opción de la Escénica, con sus acantilados, su Pacífico imponente, sus Islas saludándome majestuosas desde el horizonte sin que nadie se interponga frente a mis 70 millas por hora y la rolita de Dream Theatre sonando a todo volumen. En esas condiciones, señoras y señores, una mañana es plenamente disfrutable y merece la pena ser vivida. Pero esa es otra historia. Hoy, como verán, me tocó venir por la libre.