Pudieron sea las jijoeputas deidades que controlan esa catástrofe permanente e ineludible llamada destino
En el cierre del telón de la fallida obra teatral que fue su vida, se puede decir que Ánimas Rocafuerte fue a un mismo tiempo bendecido y meado. ¿Quién lo bendijo y quién lo meo? Da lo mismo. Pudieron sea las jijoeputas deidades que controlan esa catástrofe permanente e ineludible llamada destino o pudo ser la siempre caprichosa música del azar, tan aferrada a torcer caminos e introducir giros intempestivos en el guion existencial.
La bendición fue sin duda lo repentino de
la muerte. Cierto, tal vez no fue una sensual caricia de manto negro o un tenue
soplido para apagar la vela, pero ya bastante buen premio fue no agonizar con
el culo cagado en la cama pestilente de un hospital público, con un tubo
atravesándole el gaznate y una enfermera con cara de fuchi mentando madres por
la enésima monserga cadavérica del día. La pandemia de Covid-19 había hecho que la vida cotidiana se
pareciera mucho a El triunfo de la muerte, la macabra obra del pintor flamenco
Pieter Brueghel.
Ánimas tuvo a bien expirar en su casa cuando invocaba unos minutos más de prófugo
sueño. La muerte llegó cuando
la irrupción de la primera luz era apenas un presagio, en la hora lobuna (o
conejuna) que antaño tanto lo inspiraba y cuando su esposa lo encontró,
pasadas las ocho de la mañana, Ánimas estaba por cumplir tres horas de estar
bien muerto. Esa muerte tan carente de burocracia y aspavientos fue el último
de sus premios.
Pero claro, hemos dicho que Ánimas no solo
fue bendecido sino también meado. La particular meada que cayó sobre su muerte, fue que incluso la más inmediata posteridad
fue magra y esquiva a la hora de las fanfarrias y los arrumacos. Espetar
pésames y escribir necrológicas se había transformado en un patético ritual de
lo habitual en 2020. Estábamos tan acostumbrados a las condolencias, que era
imposible aspirar a una dosis de originalidad en la palabrería funebrera. Si ya
de por sí los pésames siempre están infestados de lugares comunes y frases
hechas, en los tiempos del Covid parecían pronunciarse con machote, como viles
formularios burocráticos espetados con inocultable deseo de olvidar y dar
vuelta a la página.
La muerte de Ánimas no tenía nada de especial y carecía de
elementos morbosos o noticiosos como para convertirla en trend topic. Fuera de
ordinarios y predecibles chilloteos (yo lo conocí, tengo todos sus libros
dedicados, gran escritor, amoroso padre de familia, apenas la semana pasada
tuvimos una mesa redonda en Zoom, recién ayer platicamos por Whats…) la realidad es que
el asunto estuvo lejos de hacer arder al ágora digital. Ánimas ni siquiera
alcanzó a generar un tren del mame en el que todos buscaran subirse y antes de
tres días había sido reemplazado por otros muertos.
Poder conjurar una agonía demasiado dolorosa es algo que acaso cualquiera agradecería, pero para el egocentrista Ánimas, con su ridícula vocación de creador artístico, la posteridad era un asunto de lo más importante. Casi podría decirse que había trabajado a conciencia su rol como escritor muerto prematuramente. Su mejor obra, lo tenía muy claro, sería la póstuma. Estaba seguro que una vez finado, sus libros adquirirían de un día para otro el estatus de objetos de culto, preludio de la edición de su vastísima obra inédita, con la consiguiente reedición de aquellos trabajos que en vida casi nadie peló. A Ánimas le gustaba la palabra póstumo y estatus de leyenda que adquiría el incomprendido genio inmolado en el altar del infortunio.
Ánimas Rocafuerte no tenía duda alguna: su auge llegaría con su muerte. Parecía que estaba predispuesto a que su destino ineludible sería adelantarse en el camino. No era por supuesto un escritor joven y hacía mucho tiempo que había dejado atrás la posibilidad de hermanarse con el club de los 27, pero aún podía dar la falsa impresión de tener un buen trecho por andar. A Ánimas Rocafuerte le encantaba creerse la terrible mentira de que su gran obra, el libro que marcaría su antes y después, aún estaba por escribirse.