
To FIL or not to FIL. That is the cuestión. Después de una década de visitarla regularmente, la tapatía FILomena no agota mi capacidad de sorpresa. No me refiero a su oferta y a la distribución de los stands, que es casi idéntica año con año, sino a su mera existencia. No sé a ustedes, pero a mí me sigue pareciendo inverosímil que en un país como el nuestro, un evento dedicado al libro pueda convocar tumultos propios de un partido de futbol, un festival de música popular o un parque estilo Disney. Un hormiguero no tiene tanto animal, diría Chava Flores. Un millón de personas congregadas en un lugar a donde se va a comprar y a vender libros o a escuchar los desvaríos y vericuetos mentales de quienes los escriben. No sé ustedes, pero yo cada año la siento más llena, rayana en lo intransitable. A mí me sigue costando trabajo creerlo. ¿De verdad somos tantísimos lectores en México? Vaya, un evento que genera una derrama económica de más de mil 200 millones de pesos y una ocupación hotelera cercana al 100% con 27 mil cuartos-noche en promedio, haría pensar a cualquiera que México es la Arcadia de la lectura y que la industria editorial goza de extraordinaria salud, pero tú y yo sabemos que no es así. Pensarías que los asistentes solamente van a mitotear o a socializar, pero yo en todos lados veo gente comprando. Cientos de personas haciendo fila (entre ellos yo) para comprar libros que podríamos bajar en Kindle por la tercera parte de su precio, o gratis (si sabes cómo hacerlo, y la verdad es que todos sabemos).
En cualquier caso la FILomena siempre me deja por herencia, inquietudes, dudas e ideas.
No me consta, pero apuesto a que deben existir varias antologías de relatos e historias de la FIL. Ojo, no me refiero a las predecibles y ordinarias narrativas de las estrellas literarias que acuden a pavonearse y a sudar sus miasmas nacisísticos, sino a crónicas vivenciales narradas por quienes padecen el evento y se llevan la chinga. Vendedores de piso desbordados por el estrés, trabajadores que montan y desmontan los stands, guardias de seguridad privada que se encargan de mover a la gente de mala manera si alguien comete el pecado de quedarse platicando en un pasillo o firmar un libro afuera de una presentación. Me gustaría leer las confesiones de un campeón bibliocleptómano Filomeno. ¿Cuántos libros se robarán al día? ¿Quién podrá presumir el récord de libros robados? ¿A cuántos ladronzuelos detienen?
No deben ser pocos. ¿Cuántos romances espontáneos se armarán entre los adolescentes que trabajan como empleados eventuales? ¿Cuántas peleas, cuántos desencuentros? ¿Cuántos caminos de vida marcados, encauzados o desviados a partir de este evento? Cuando metes un millón de seres humanos en una licuadora, todos los giros y enredos del destino son posibles. Por supuesto, se podría escribir la triste, lastimera o contestataria historia del cruel sistema de castas de la FILomena. La historia de las seis cajas con cola permanente en el stand del voraz pingüino random y la historia de los microstands de humildes y dignas editoriales caseras que se dan de santos si venden un par de libros al día. La petulante historia de un best seller de moda que vende cientos o miles de ejemplares en un solo día y el triste relato de los muchísimos ejemplares que no fueron ni siquiera tocados u hojeados en más de una semana.
Por lo que a mí respecta, lo que más me gusta y lo que más disfruto es pasar horas viendo los libros, leer sus contraportadas, darme el tiempo de desearlos y al final comprar más de los que puedo leer y almacenar. En casa tengo más libros de los que podré leer en lo que me resta de vida y ya no me sobre un milímetro de espacio, pero yo sigo entregado al puto vicio como un teporocho irredento, siendo que tengo un Kindle en donde puedo bajar lo que quiera. A las presentaciones de libros ya casi no voy. Esta vez no fui a ninguna. La neta me aburren. Busco libros, no escritores. Cada vez me da más por comprar libros bonitos, ejemplares que me conquisten con la vista. Los libros feos bien puedo leerlos digitalmente. El tamaño de la letra cada vez influye más en mi decisión de compra. Una letra diminuta se descarta en automático. Mis ojos ya no dan. En fin: he dejado atrás no pocos vicios y manías, pero este aferre va a acompañarme hasta que muera. Siempre que el avión despega de Guadalajara me da por pensar que muy posiblemente haya sido esta la última FIL a la que acudí, pero por una u otra razón siempre regreso y recaigo, como el borracho juramentado en la cantina o el predicador tecato con la chiva.