Eduardo Antonio Parra siempre ha tenido la razón
¿Cuál es tu autor favorito? La
pregunta me la han hecho muchas veces y la realidad es que no tengo ni quisiera
nunca tener una respuesta contundente. Mi fiel promiscuidad como lector hace imposible
el monoteísmo literario. Sin embargo, si
la pregunta fuera cuál es el autor con mayor presencia en mi biblioteca y al
que de una u otra forma siempre estoy releyendo en riguroso y divino desorden,
la respuesta es Jorge Luis Borges.
Mi primer contacto con Borges, lo
recuerdo muy bien, se dio en la infancia cuando mi madre me leyó el cuento Dos
reyes y dos laberintos. Ella me habló de un señor ciego que estaba obsesionado
con los espejos y los laberintos. Recuerdo su foto en el tomo 5 de la enciclopedia
de los 12 mil Grandes todavía sin fecha de defunción. Poco después, en la
temprana adolescencia, leí El Aleph en una edición que tenía mi madre en pasta
dura en editorial Aguilar. La sensación fue extraña, pues por primera vez sentía
que los cuentos me trasmitían o me decían algo que no estaba escrito. También recuerdo
vagamente la noticia de su muerte en pleno Mundial 86, pocos días antes del
Argentina vs Inglaterra.
Cuando recién retornamos a vivir
a Monterrey en 1992, fui a la biblioteca Alfonsina a ver a Carlos Fuentes
impartir una conferencia sobre Borges (no estoy seguro si se titulaba La plata
del río) y por primera vez dimensioné la versatilidad y la universalidad del
autor. Fuentes habló del Borges filósofo, del Borges poeta, del Borges creador
de mundos fantásticos. Para entonces yo solo había leído El Aleph y Ficciones.
En la extinta y efímera librería Brontë
de San Pedro compré el tomo final de sus Obras completas y entonces descubrí El
libro de arena, La memoria de Shakespeare, Siete noches, Nueve ensayos dantescos.
Fue también mi primer contacto con sus poemas (Recuerdo particularmente
Islandia, pues yo estaba obsesionado con ese país en aquel entonces).
Desde entonces me dado a la tarea
de pepenar todo lo que encuentro relacionado con él. Si mi biblioteca fuera un
congreso, Borges es el autor con más escaños, no solo por libros de su autoría,
sino por ensayos sobre su obra.
No soy ni aspiro a ser un estudioso
borgeano ni tengo las tablas para escribir un ensayo que diga algo nuevo sobre
él (como si hiciera falta). Soy solo su caótico y fiel lector tlacuache y
hedonista.
Tampoco soy un coleccionista que
pueda presumir rarezas y extravagancias. Mi ejemplar más antiguo es su ensayo
sobre Leopoldo Lugones en Ediciones Troquel de 1955 y Literaturas germánicas
medievales, en coautoría con María Esther Vázquez en una edición de 1966 que
pepené en Parque Rivadavia. Los ejemplares más nuevos son las compilaciones de
clases y conferencias que ha editado Lumen. El monumental Borges de Bioy
Casares solo lo tengo en Kindle y eso es algo que me hiere.
En fin colegas, hoy Georgie
cumple 126 años. Tiempo de celebrarlo con la enésima relectura que para el caso
será siempre como la primera.
Hace 85 años Ramón Mercader le
enterró un piolet en la cabeza a León Trotsky. Esa historia siempre me ha
fascinado, pues tiene todos los elementos de un drama de Shakespeare
escenificado en Coyoacán. Como personaje de tragedia griega, Lev Davidovich
Bronstein no puede escapar a su destino, determinado desde el rojo Olimpo del
Kremlin por un iracundo Zeus georgiano llamado Stalin. Haga lo que haga y vaya
a donde vaya, la fatalidad le aguarda, aunque acaso su furtivo romance otoñal
con Frida le haya hecho olvidar por un instante su aura de condenado. También
Ramón Mercader es a su manera una marioneta edípica que no puede escapar a su
destino. Su despiadada madre y el Camarada Stalin han decidido que él sea el
ejecutor de la condena y el pobre Ramón simplemente se resigna a su condición
de verdugo (Leonardo Padura narró su drama de manera magistral en El hombre que
amaba los perros). Sin embargo, nunca
pierdo de vista que el asesino de Trotsky pudo ser David Alfaro Sicario. Faltó
muy poquito para ello. El fundador del Ejército Rojo asesinado por un genio del
muralismo, pero el pintor no resultó ser tan buen tirador como presumía. Siqueiros
fracasó como sicario.
En fin. Hace algunos años, imaginé que el fantasma de Trotsky
visitaba al viejo Siqueiros en Lecumberri.
Esto es lo que el muralista le dijo al espectro:
¿Tú también vienes a visitarme? Por favor, León
Davidovich, ¿qué carajos haces aquí? Yo pensé que estarías allá, bebiendo vodka
en el purgatorio de los rusos. A lo mejor cuando ustedes se mueren se van a
morar a una especie de Siberia para las ánimas, y vaya que conoces bien Siberia
tú. ¿No le llamaba Dostoievski la Casa Muerta? Sí, ahí deberías de andar León. ¿O
a poco te quedaste a vagar como alma en pena por las calles de Coyoacán?
A lo mejor allá te la llevas, deambulando con Frida por la Casa Azul. ¿Qué diablos se te perdió aquí? Mira, si vienes a buscar a Ramón Mercader, déjame
decirte que lo liberaron hace muy poco y se fue derechito para Moscú. Así como
lo oyes: él salió y luego yo entré, ya
no nos tocó coincidir y saludarnos en estas inmundas ratoneras, pero aquí
anduvo el pobre, igual que ando yo ahora. Veinte añotes se comió aquí adentro,
en estas mismas crujías. Muchos de los que ahora son mis compañeros lo
conocieron bien. Ahora creo que anda
viviendo en Cuba, por si lo quieres ir a buscar. ¿Qué? ¿Por qué me miras así? ¿A
mí qué me reclamas? Yo ni un rasguño te hice. Solo provoqué que tú, tu nieto y
tu esposa Natalia se tiraran al suelo.
Eso fue todo y a la fecha yo he sufrido más por eso que tú. Sí, vaya que lo he
sufrido León, y no nada más porque tuve que exiliarme a Chile allá con Pablo,
porque de exilios y persecuciones yo sé mucho al igual que tú. No, lo peor ha sido la vergüenza por la maledicencia y las burlas que he
tenido que soportar. Mira, yo puedo
soportar sin problemas que a alguien no le guste mi arte, que digan que mis
murales son horribles, que Diego y Clemente pintan mejor que yo. Que digan lo
que quieran. Yo no pinto para gustarle a todo el mundo y nadie está obligado a
enamorarse de lo que brota de mi pincel. Eso a mí me viene guango. Pero que me
digan mal tirador y gatillo chueco, eso sí me hiere en lo más profundo. Saber
que cualquier pendejo ande diciendo por ahí que yo no sé ni agarrar una
ametralladora y que lo del Coronelazo me queda grande, que qué Coronel ni que
ocho cuartos, si no pudimos acertar un
solo tiro. Y mira que éramos un comando como de 20 cabrones, todos bajo mis
órdenes. Más de cien casquillos percutidos quedaron regados por la casa. Eso
sí, te rompimos todos los cristales, pero dicen los reporteros que cubrieron la
nota que ni siquiera a alguno de tus conejitos que tenías en jaulas nos pudimos
chingar y desde entonces ya no me la acabo con las burlas de mis enemigos, que
cómo fue posible que yo, el as de la ametralladora en las trincheras
republicanas no haya podido meter una
sola bala en tu cuerpo. Una sola. Ni un
rasguño. Eso sí me hiere en el orgullo
León. A mí no me quedó otra que decir que no íbamos con la intención de darte
chicharrón, que queríamos nada más darte un sustito para ver si escarmentabas
de una vez por todas, pero los militantes del partido saben que el Camarada
Stalin no es de mandar recaditos, que él siempre tira a matar. Tú puedes pensar
lo que quieras. Yo prefiero que la gente se quede con la versión de que nomás
fuimos a romperte las ventanas y que en realidad no queríamos matarte. Yo no te
mandé al otro mundo León. ¿Qué me vienes a mí a reclamar? Reclámale a Ramón,
porque ¿ya te enteraste que se llama Ramón? Por favor Davidovich, te
chamaquearon ¿A poco le creíste que se llamaba Frank Jackson y que era de
Bélgica? ¿No le escuchabas el acentote gachupín? Te perdió el ego León, por
querer dar entrevistas a la prensa internacional para hablar mal del Camarada.
Y al final no pudiste escaparte de la
condena. Fue más efectivo el piolet que los cien balazos que te
disparamos. Claro, él te tenía sanchito
y de espaldas, con la guardia baja, sentado frente a tu escritorio mientras que
nosotros tuvimos que tirar en la oscuridad y enfrentar a tu escolta. Ve y
reclámale a él, no mí. Enséñale el hoyo que te dejó en la cabeza. Aquello te ha
de haber quedado como cráter. Y no, no
me vengas con sentencias condenatorias porque si a cuentas pendientes vamos, tú
debes muchas más que yo y lo sabes...
Leo los diarios tardíos de
Tolstói mientras hacemos línea. La lectura es y ha sido siempre la mejor manera
de exorcizar el tedio y estrés de los cruces fronterizos. Estos cuadernos
finales comienzan en 1895, cuando Lev tiene ya 67 años y es un autor consagrado.
Para entonces ya ha escrito Guerra y Paz y Ana Karenina. Es una celebridad
mundial que recibe cartas de lectores de los más diversos países y un candidato
natural al naciente Premio Nóbel, tanto al de Literatura como al de la Paz. El
propio Zar Nicolás le escribe. Aún le quedan 15 años de vida pero Tolstói
piensa todo el tiempo que su muerte está a la vuelta de la esquina y que está
viviendo sus últimos días. Todo el tiempo se queja de su estado de salud y de
su angustia moral. Seguro de que le queda muy poco tiempo de vida, hace su
testamento y pide que lo pongan en el ataúd más barato posible y que no haya
funerales ni homenajes de ningún tipo. Su aferre místico parece ocuparlo todo.
Por momentos más parece el diario de un ermitaño o un monje obsesionado con el
desapego material. Su posición económica le causa un enorme conflicto y parece
sentirse culpable de ser rico. Me sorprende (o acaso diría me aterra) la sobriedad
y el aparente desapego con que toma la muerte de su hijo menor Vániechka. Considera
que llorar demasiado por la muerte del pequeño es un acto egoísta opuesto a la
voluntad divina. El viejo Tolstói es un cristiano primitivo que despotrica contra
la soberbia de la aristocracia zarista y el materialismo de la Iglesia Ortodoxa
que acaba por excomulgarlo en 1901. Es una suerte de anarquista espiritual que
sueña con vivir como anacoreta, pero topa de frente contra el frívolo
materialismo de su propia familia. Quiere donar sus tierras de Yásnaia Poliana
a los campesinos, pero su esposa Sonia es la primera en pegar el grito en el
cielo. Claro, sobran comentarios y actitudes que le valdrían la cancelación del
Zeitgeist actual: “Eva tentó a Adán y siempre es así. Todo lo deciden las
hembras”. “Qué olfato tan sorprendente tienen las mujeres para reconocer la
celebridad. No la descubren por las impresiones recibidas, sino por cómo y
hacia dónde corre la multitud”. Me llama
la atención la diversidad de sus lecturas. Lee Sutras budistas y se engrana en
Confucio pero también lee el Zaratustra de Nietzsche de quien concluye que está
totalmente loco: “ ¿Qué pasará con la sociedad si un loco como éste, un loco
malvado, es reconocido como maestro?”. Tampoco sale tan bien parado su amigo
Chéjov: “Leí La dama del perrito de Chéjov. Igual que Nietzsche. Personas que
no han elaborado en ellas mismas una concepción del mundo clara, capaz de
distinguir el bien del mal. Antes dudaban, buscaban; ahora en cambio, como
piensan que están más allá del bien y del mal, se quedan de este lado, es
decir, son casi como animales”. Lee a
Kant, a Pascal, a Turgéniev y a Hans Christian Andersen (y le gusta)
Su vocación de apóstol le hace
obsesionarse contra el deseo sexual: “Se puede considerar a la necesidad sexual
como una penosa obligación del cuerpo (así la he visto toda mi vida), pero
también puede ser vista como un placer (raramente he sucumbido a ese pecado).
Me llama la atención su aparente desapego de la situación política que carcome
a su país. Apenas habla un poco de la desastrosa guerra contra Japón y no
menciona el Domingo sangriento de 1905.
Impresionante la labor de la
traductora mexicana Selma Ancira. Experta en Tolstói y en Marina Tsvietáieva,
pero también en literatura griega ¿Cuántas decenas de miles de páginas ha traducido
esta mujer? Una labor colosal y admirable.
Tolstói escribió diarios de 1847
hasta 1910. Salvo por una década de depresión en 1870 en la que apenas escribió
nada, se puede decir que dejó testimonio de más de medio siglo de su vida
cotidiana. La última entrada del diario
es el 29 de octubre de 1910, 22 días antes de su muerte. Inicia su fuga de sí
mismo: “Llegó Serguéienko. Todo sigue igual, aún peor. Lo único que pido es no
pecar. Y que no haya maldad en mí. En este momento no la hay”.
Tal vez Tomás Moro no habló de ella, pero Ikea es
esencialmente un reino utópico en cuyas habitaciones muestra todo funciona de
maravilla y el espacio está perfectamente distribuido. Sería lindo si existiera.
Lo primero que observo al llegar a la tienda son los libros
que adornan sus confortables utopías hogareñas. Todos son libros escritos en
sueco y algunos de ellos más o menos vintage, casi todos en ediciones de pasta
dura. Al menos tienen la decencia de no colocar bibliotecas de bisutería como
ciertas casas muestra en fraccionamientos pretenciosos que se permiten encimar esperpénticos
Quijotes huecos de falsa caoba. Un falso libro de ornato es para mí el non plus
ultra del mal gusto. Por fortuna los libros de Ikea son absolutamente reales.
Si yo hablara sueco podría sentarme en sus confortables sillones y ponerme a
leerlos.
Sin embargo, luego de observar diversas muestras de utópicas habitaciones,
concluyo que todas tienen exactamente los mismos libros: Ole Mattson, Matt
Britt Wiggh, Fran Aquilonia, Maaret Koskinen, Adam Haslett y Oriana Fallaci (la
única que conozco). Por su ausencia brillan grandes best seller del Noir sueco.
Nada de Henning Mankell, Camilla Läckberg, Stieg Larsson, Adjvide Lindqvist o
de los padres de la criatura, Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Vaya ni siquiera su
joya nacional Selma Lagerlöf, la primera mujer en obtener el Nobel de
literatura en 1909. Nada, nadita de nada.
En todos los utópicos islotes que muestran habitaciones,
estudios, salas de estar o bibliotecas, se repiten los mismos libros sin
variación. El mismo libro viejo de Oriana Fallaci se multiplica por veinte. La
industria editorial sueca es de las más boyantes de Europa. ¿Será que surte a
todos los Ikea del mundo con ejemplares idénticos? A ver, si yo llego con mis
ejemplares rescatados del tiradero del Fondo y les dono unos cuántos Samuráis ¿Aceptarán
ponerlos como muestra?
Pero la mayor utopía de los libreros de Ikea, es que en todos
sobra espacio. Vaya, les sobra más de la mitad, al grado que se dan el lujo de
adornarlos con su clásico alce de madera y otras cuantas figuritas. El
prototípico habitante del mundo Ikea tiene unos diez o quince libros cuando
mucho. Su habitación jamás luce desbordada o rebosante. Es ahí justamente donde
la puerca tuerce el rabo, porque tratándose de mí siempre habrá más libros que espacio.
No importa cuándo leas esto. En el lugar donde yo siente mis reales, sea casa u
oficina, el acervo bibliográfico estará siempre al borde del desmoronamiento,
la caósfera absoluta.
Anoche me releí de
hidalgo tres cuentos de Borges: El otro, Ulrica y El Congreso, terceto que abre
El libro de arena. He estado leyendo los diálogos entre Borges y el profesor
Osvaldo Ferrari en donde un Georgie ya anciano reflexiona con modestia absoluta
sobre su propia obra:
-
“Si yo tuviera que elegir un libro entre
los míos (no lo hago ya que no hay libros míos en esta casa), yo elegiría El
libro de arena, pero me han dicho que El informe de Brodie es superior. La
verdad es que yo no sé muy bien a qué volumen corresponde cada uno de los
cuentos, pero me han dicho que El Congreso es mi mejor cuento, y creo que está
en El informe de Brodie”.
-
No, está en El libro de arena, lo
corrige Ferrari
-
Entonces mi predilección por El libro de
arena se confirma
El diálogo me lleva de
inmediato a la relectura y me deja por herencia algunas reflexiones.
La primera es el gran
desapego de Borges con su propia obra. Le importa tan poco y le parece tan
modesta, que ni siquiera tiene claro en qué libro aparece cada relato, pues confunde
El informe de Brodie con El libro de arena entre los que hay cinco años de
diferencia (aunque ciertamente la primera publicación de El Congreso fue de
manera independiente)
La segunda, es que la
posteridad ha sido injusta con el Borges tardío. Siempre que se alude a los
cuentos de Borges, todo se limita a El Aleph y Ficciones, escritos en los años
cuarenta y considerados sus obras maestras. De hecho son los únicos dos que compila
el volumen Borges esencial de la Real Academia de la Lengua y los que suelen
aparecer siempre en antologías. No olvidemos que el Borges tardío es ya
invidente y que su proceso de escritura apostaba todo a la memoria. Los cuentos
de El libro de arena o Los poemas de Atlas y Los conjurados le fueron dictados
a Roberto Alifano, Alberto Manguel y al final a María Kodama (el propio Alifano
me narró cómo fue el dictado de Los conjurados)
De los tres cuentos que
me releí anoche, mi favorito ha sido siempre El otro, que narra el encuentro entre un Borges de 75
años que está sentado a la orilla del Charles River entre Cambridge y Boston y
un Borges de 19 años que está sentado a la orilla del Lago de Ginebra. Tal vez
porque el encuentro con el doble es mi fantasía recurrente desde que era niño o
porque conozco uno de los escenarios (también yo caminé a la orilla del Charles
River) pero ese diálogo siempre me ha parecido fantástico y ayer lo reconfirmé.
No alcanzo a dimensionar en cambio la gran devoción que se tiene por El
Congreso, para muchos el mejor de sus relatos tardíos y para el propio Borges
su mejor cuento (según le confiesa a Osvaldo Ferrari). El Congreso tiene todos
los elementos borgeanos: La utopía de la totalidad, un Congreso que represente
a la humanidad entera, que hable un idioma universal y tenga una suerte de
Biblioteca de Alejandría (o de Babel)
con todos los libros posibles.
Creo que algunos de los
relatos más entrañables de Borges están en La memoria de Shakespeare, su último
trabajo en prosa. El cuento Agosto 25, 1983, sigue con la temática de El otro,
en donde el Borges maduro encuentra a un Borges anciano a punto de suicidarse.
Ni hablar de La memoria de Shakespeare que podría leerse como una continuación
de Funes el memorioso o los Tigres azules (ningún escritor se obsesionó tanto
con estos felinos).
Tal vez sea un síntoma
de mi envejecimiento, pero hace tiempo ya que me es más fácil engancharme y
emocionarme con relecturas que con novedades editoriales. Soy un relector
compulsivo. En ese sentido, el gran campeón de mis relecturas es Georgie, un
autor al que de una forma u otra siempre estoy retornando y siempre me parece
que lo estoy leyendo por primera vez.
Cuenta la leyenda que ya no cierro los bares ni hago tantos excesos y ello se debe primordialmente a que entre nosotros y los mentados bares se interpone una laaaarga carretera. Por ello fue una sensación muy extraña salir de casa un sábado en la noche bajo la redonda luna de agosto e irnos a pie a un bar que está literalmente a la vuelta de la esquina. Se llama el Sound Wave y acaba de abrir hace muy poquito. Es, al menos conceptualmente, un bar de vinilos con bocinas vintage, aunque nos quedamos con las ganas de escucharlas, pues ninguna estaba conectada. Un espacio acogedor con una espectacular vista al Pacífico y gente relajada y buena onda, pero que sin duda podría mejorar muchísimo. De entrada, lo que más me gusta de los bares de vinilos es poder echarle el ojo a toda la colección, pero la gran mayoría de los discos estaban en repisas tras la barra. También me habría encantado poder hacer sugerencias y decir ponme tal o cual disco. Lo más flojo de la experiencia fue sin duda la música, pues había un dj poniendo una suerte de house o trance insulso y adormilante, como música de elevador, consultorio o teléfono en espera. Es decir, música sin personalidad de chillout after. Los bares de vinilos me gustan para escuchar rock clásico. Inolvidable el bar Sturgis en Kanazawa donde Nita San se aventaba sus solos de guitarra a lo Blackmore o aquel bar en Shibuya donde el propietario de mil amores me puso AC/DC y Motörhead. Lo que a mí me gusta cuando voy a beber y a escuchar música es poner un rock rudo y ensordecedor que de preferencia me hable de la muerte y de Lucifer y como traigo tan pasional romance con Black Sabbath este verano, reniego de todo aquello que se aparte de su esencia. Vaya, asumo que no les puedo exigir que pongan Death metal sueco o Black noruego, pero carajo, un Rolling Stones, un Led Zeppelin o un AC/DC no se le niega a un humilde parroquiano. Pero bueno, fuera de la amodorrante música, el concepto del bar está chingón y si acceden a cambiar el house por rock, ahí me tendrán como cliente. En cualquier caso es una buena noticia tenerlo cerca.