Eterno Retorno

Sunday, March 02, 2025

La inspiración existe?

 


Todos hemos leído aquello de “la  inspiración existe pero ha de encontrarte trabajando”.  Lo dijo Picasso y le creo. Vaya que le creo, aunque al respecto he pasado por distintas fases y he incurrido en contradicciones.  Disculpen el desliz autobiográfico, pero voy a contarles algunas cosas de mi pasado.  De niño  intenté escribir algunos relatos. Recuerdo algo de un barco eternamente a la deriva en donde nacía una nueva comunidad u otro de un mago que huía de su pueblo víctima de  la vanidad de un rey. También un inconcluso intento de gótico ranchero en casa de adobe sobre una mujer llamada doña Elvira, habitante de Villa de García. Como me gustaba mucho leer, lo más natural del mundo me parecía intentar escribir. Si a un niño le gusta ver futbol, lo más coherente es que sienta el impulso de patear  una pelota. Para mí no había nada extraordinario ni fuera de lo normal en aquella inclinación.

Siendo  un vil púber preadolescente también me daba por escribir historias, aunque para entonces eran un poco más picantes. En mis cuadernos escolares escribía relatos en donde los personajes (todos ellos adolescentes regios estudiantes de secundaria) vivían aquellas aventuras  que yo soñaba tener.  Escribía sobre un joven ciclista que le daba la vuelta a México huyendo de la venganza de un cuñado furioso. La dama de la historia, por cierto, se llamaba Carolina, como mi futura esposa.  En esas libretas relataba tórridos romances de catorceañeros que cogían con desenfrenada pasión de conejos sin perder su vocación platónica y cursi. Luis Roberto y Marcela se llamaba mi primera “gran  pareja literaria”, cuyas escenas de sexo explícito rayano en el jarcor   no estaban peleadas con ensoñaciones poéticas en donde la chica era una suerte de idílica  Beatriz o Dulcinea. La cursilería fresa de un colegio privado de San Pedro (de donde al final fui expulsado en segundo de secundaria)  mezclada con las escenas  de los canales porno que los adolescentes regios veíamos furtivamente en aquella ochentera capital de las antenas parabólicas y el Calígula de William Howard que me enseñó cómo las palabras pueden excitar tanto como las imágenes (claro, la lectura de Calígula merecería un capítulo aparte y tal vez hable de ella más adelante).

¿Por qué traigo a colación estas primeras intentonas escriturales? Porque en cierta forma extraño el impulso natural que las animaba. Lo más interesante de aquellos malogrados relatos, era que jamás me pasó por la cabeza publicarlos o siquiera mostrárselos a otra persona. No era por timidez o porque el producto de mis desvaríos me avergonzara. Simplemente no tenía ningún interés en hacerlo. La escritura era un fin en sí misma y se agotaba al ejecutarse.  La movía el mismo impulso  por el cual jugaba (y a la fecha juego)  solitarios partidos en mi futbolito de mesa en  casa. Puro y vil pasatiempo. Escribir me divertía tanto como hacer monos de plastilina.  No pretendía impresionar a nadie ni ganar algo con ello. Era simple y llanamente una escritura onanista cuyo único fin era proporcionarme  un placer inmediato al momento de ejecutarse. Extraño aquella escritura intempestiva porque después de mucho andar, he reparado en que ahí se encuentra la chispa primaria y fundamental que enciende todo el motor. Invoco ahora ese impulso y le rindo culto porque en algún momento de mi vida (hace no mucho) llegué a predicar hacer exactamente lo contrario cuando quise convertirme en una máquina de hacer párrafos y ganar premios.

En algún momento llegué a tener la certidumbre de que los febriles arrebatos iluminados eran propios de aspirantes a poeta lunático y maldito que nunca llegarían a nada y que la clave para tener éxito estaba en convertirse en un obrero de la escritura.  Tomar como parámetro las convocatorias y trabajar siempre con plazos, límites,  un mínimo y un máximo de páginas. Al carajo con la inspiración. Escribir es exactamente igual a ser un albañil o un carpintero, proclamé a los cuatro vientos. Tuve la certidumbre de que la única causa de los naufragios literarios yacía en la manía de sublimar la escritura al deseo.

Mi formación como reportero me ayudó mucho a seguir al pie de la letra esa fórmula. Cuando trabajas en un periódico aprendes a trabajar duro y producir resultados aún sin gramo de inspiración. Aprendes que el cierre no puede esperar, que la nota sale porque sale y que 500 palabras son 500 palabras, no 510 o 490. Aprendes a eliminar paja innecesaria, a ir al grano, a decir más con menos. Esa actitud de productor en serie me fue muy útil en el periodismo y es fundamental en los libros por encargo (sí, también trabajo a petición de parte y como un buen carpintero, le entrego al cliente un mueble con las medidas solicitadas).

A la fecha lo sostengo: si de verdad quieres dedicarte profesionalmente a esto, entonces debes transformarte en un obrero, un minero capaz de picar piedra por largas horas, pero ojo, no basta. Vaya que no basta. La chispa que enciende ese motor capaz de trabajar por horas debe ser la misma que me llevaba en la adolescencia a escribir por escribir, por el puro y vil placer onanista de hacerlo, sin esperar llegar a nada. Se puede trabajar maquinalmente y hace falta un engranaje un poco robótico para la talacha, pero el cimiento y la sustancia, el flujo vital de una creación yace en el deseo.