La inspiración existe?
Todos hemos leído aquello de
“la inspiración existe pero ha de
encontrarte trabajando”. Lo dijo Picasso
y le creo. Vaya que le creo, aunque al respecto he pasado por distintas fases y
he incurrido en contradicciones.
Disculpen el desliz autobiográfico, pero voy a contarles algunas cosas
de mi pasado. De niño intenté escribir algunos relatos. Recuerdo
algo de un barco eternamente a la deriva en donde nacía una nueva comunidad u
otro de un mago que huía de su pueblo víctima de la vanidad de un rey. También un inconcluso
intento de gótico ranchero en casa de adobe sobre una mujer llamada doña
Elvira, habitante de Villa de García. Como me gustaba mucho leer, lo más
natural del mundo me parecía intentar escribir. Si a un niño le gusta ver
futbol, lo más coherente es que sienta el impulso de patear una pelota. Para mí no había nada
extraordinario ni fuera de lo normal en aquella inclinación.
Siendo un vil púber preadolescente también me daba
por escribir historias, aunque para entonces eran un poco más picantes. En mis
cuadernos escolares escribía relatos en donde los personajes (todos ellos
adolescentes regios estudiantes de secundaria) vivían aquellas aventuras que yo soñaba tener. Escribía sobre un joven ciclista que le daba
la vuelta a México huyendo de la venganza de un cuñado furioso. La dama de la
historia, por cierto, se llamaba Carolina, como mi futura esposa. En esas libretas relataba tórridos romances
de catorceañeros que cogían con desenfrenada pasión de conejos sin perder su
vocación platónica y cursi. Luis Roberto y Marcela se llamaba mi primera “gran pareja literaria”, cuyas escenas de sexo
explícito rayano en el jarcor no
estaban peleadas con ensoñaciones poéticas en donde la chica era una suerte de
idílica Beatriz o Dulcinea. La cursilería
fresa de un colegio privado de San Pedro (de donde al final fui expulsado en
segundo de secundaria) mezclada con las
escenas de los canales porno que los
adolescentes regios veíamos furtivamente en aquella ochentera capital de las
antenas parabólicas y el Calígula de William Howard que me enseñó cómo las
palabras pueden excitar tanto como las imágenes (claro, la lectura de Calígula
merecería un capítulo aparte y tal vez hable de ella más adelante).
¿Por qué traigo a colación
estas primeras intentonas escriturales? Porque en cierta forma extraño el
impulso natural que las animaba. Lo más interesante de aquellos malogrados
relatos, era que jamás me pasó por la cabeza publicarlos o siquiera mostrárselos
a otra persona. No era por timidez o porque el producto de mis desvaríos me
avergonzara. Simplemente no tenía ningún interés en hacerlo. La escritura era
un fin en sí misma y se agotaba al ejecutarse.
La movía el mismo impulso por el
cual jugaba (y a la fecha juego)
solitarios partidos en mi futbolito de mesa en casa. Puro y vil pasatiempo. Escribir me
divertía tanto como hacer monos de plastilina.
No pretendía impresionar a nadie ni ganar algo con ello. Era simple y
llanamente una escritura onanista cuyo único fin era proporcionarme un placer inmediato al momento de ejecutarse.
Extraño aquella escritura intempestiva porque después de mucho andar, he
reparado en que ahí se encuentra la chispa primaria y fundamental que enciende
todo el motor. Invoco ahora ese impulso y le rindo culto porque en algún
momento de mi vida (hace no mucho) llegué a predicar hacer exactamente lo
contrario cuando quise convertirme en una máquina de hacer párrafos y ganar
premios.
En algún momento llegué a
tener la certidumbre de que los febriles arrebatos iluminados eran propios de
aspirantes a poeta lunático y maldito que nunca llegarían a nada y que la clave
para tener éxito estaba en convertirse en un obrero de la escritura. Tomar como parámetro las convocatorias y
trabajar siempre con plazos, límites, un
mínimo y un máximo de páginas. Al carajo con la inspiración. Escribir es
exactamente igual a ser un albañil o un carpintero, proclamé a los cuatro
vientos. Tuve la certidumbre de que la única causa de los naufragios literarios
yacía en la manía de sublimar la escritura al deseo.
Mi formación como reportero me
ayudó mucho a seguir al pie de la letra esa fórmula. Cuando trabajas en un
periódico aprendes a trabajar duro y producir resultados aún sin gramo de
inspiración. Aprendes que el cierre no puede esperar, que la nota sale porque
sale y que 500 palabras son 500 palabras, no 510 o 490. Aprendes a eliminar
paja innecesaria, a ir al grano, a decir más con menos. Esa actitud de
productor en serie me fue muy útil en el periodismo y es fundamental en los
libros por encargo (sí, también trabajo a petición de parte y como un buen
carpintero, le entrego al cliente un mueble con las medidas solicitadas).
A la fecha lo sostengo: si de
verdad quieres dedicarte profesionalmente a esto, entonces debes transformarte
en un obrero, un minero capaz de picar piedra por largas horas, pero ojo, no
basta. Vaya que no basta. La chispa que enciende ese motor capaz de trabajar
por horas debe ser la misma que me llevaba en la adolescencia a escribir por
escribir, por el puro y vil placer onanista de hacerlo, sin esperar llegar a
nada. Se puede trabajar maquinalmente y hace falta un engranaje un poco
robótico para la talacha, pero el cimiento y la sustancia, el flujo vital de
una creación yace en el deseo.