Alguito para el Viernes Santo
Cuerpo. Cuerpo de Cristo. Cuerpo redentor. Cuerpo
eternamente resucitado en la comunión. Cuerpo del Crucificado… cuerpo de Leo.
Cuerpo tuyo, cuerpo mío, mío, mío. ¿Puedes creerlo? Las palabras cuerpo de Cristo irán encarnadas por
siempre a tu recuerdo, a la insoportable nostalgia de tu cuerpo; la bendición y
la condena de tu cuerpo. Porque tu cuerpo me condenó Leo, pero solo su huella
en mi carne puede consolarme en estas horas bajas.
Este día he comulgado por vez primera en la capilla del
reclusorio y cuando el capellán pronunció cuerpo
de Cristo yo respondí cuerpo de Leo.
Fue apenas un susurro, pero suficiente para ser escuchado. Lo siento, no pude
evitarlo. La hostia en mi lengua fue como tu piel. Por eso demoré en tragarla y
dejé que se desintegrara en mi boca.
Cuerpo de Cristo-Cuerpo de Leo. Tu recuerdo va encarnado
a la comunión, acaso porque el primer juego de seducción comenzó con tus manos sosteniendo las hostias y el cáliz. Tus
largas manos, con sus dedos de pianista
apenas rozándome en el dorso mientras sostenías la copa y vertías el
vino de consagrar.
La comunión nunca volverá a ser la misma en mi parroquia
en donde las bancas delanteras estaban casi siempre ocupadas por jovencitas,
muchachas de muy buen ver que acudían a la santa misa solo para mirarte y estar
a unos centímetros de ti al momento de comulgar.
Leo, el monaguillo
más guapo de la arquidiócesis. El
seminarista estrella, el más elocuente, el más preparado de su generación.
¿Cómo podía ser yo tan afortunado de tenerte a mi lado? Llenaste de vida la parroquia, la inundaste
con tu presencia y con tu voz, tan elegante, tan modulada, derrochando siempre
aplomo. La costumbre hecha ley es que te correspondía a ti dar la primera
lectura y de sobra está decir que era esa la parte más fascinante de la
liturgia; fascinante para mí y para toda la feligresía, en especial para las
jóvenes que te miraban embobadas.
¿Por qué lo hacías Leo? ¿Qué necesidad tenías de
consagrar tu vida al sacerdocio pudiendo hacerte de una novia bella y rica que
resolviera tus problemas económicos?
Me dijiste que habías pedido una licencia en el Seminario
diocesano para poder cuidar de tu madre enferma que convalecía en su casa, a un
par de cuadras del templo. Mientras tanto, ayudando en mi parroquia te
preparabas para el momento en que fueras finalmente ordenado sacerdote.
Qué pérdida tan grande para la Santa Madre Iglesia.
Habrías sido un sacerdote excepcional. Me parecía verte en el futuro mediano:
el Padre Leonardo, amo y señor de una parroquia de colonia burguesa, confesor
de las damas de alta sociedad y de sus esposos, prominentes políticos y
empresarios. Padre Leonardo. Bastaba con verte en el catecismo de los martes y
los jueves. Pronto acabé por delegarte completamente a los dos grupos, pues
estaba claro que estaban ahí para escucharte a ti, no a mí. Por primera vez en
la historia de la parroquia no había cupo disponible para el catecismo. Niños,
adolescentes y no pocas jovencitas veinteañeras como tú que pagaban por acudir
de oyentes y estar de pie a la entrada del aula. Incrementaron los feligreses y
por supuesto también las limosnas. Billetes de 500 colmaban las canastas en
donde hace no mucho había solo monedas. Sí Leo, fuiste nuestro Ángel, mío y de
toda la feligresía, pero las visitaciones de los ángeles suelen ser fugaces...