la esquiva catarsis escritural.
Ánimas imaginaba aquello como una suerte de
idilio arrebatador, una comunión absoluta con el acto creativo, un
desdoblamiento interior rayano en el
viaje astral ¿Existiría esa magia? ¿Era posible? Claro, sin duda sería posible. Rocafuerte quería ser secuestrado por su
obra, abducido a una realidad aparte en donde todo lo exterior quedaría
minimizado o anulado por su fiebre escritural. El verdadero arte debía poder
sentirse y debía ser algo nunca experimentado,
la liberadora plenitud experimentada por un alpinista que va
alcanzando cumbres nunca escaladas y que
de pronto vuelve la mirada solo para reparar que ha trascendido el manto de
nubes y que nunca había estado tan cerca del cielo.
Claro, también podría cambiar la altura del
alpinista por la profundidad del buceador o el espeleólogo. Escribir su obra
cumbre podría parecerse mucho a tocar el
techo del mundo pero también a descender a sus más oscuros e ignotos
abismos, como un submarinista que trasciende el recreativo esnorqueleo entre
peces multicolores para descender a las cuevas oceánicas, a los oscuros pozos
donde ya ni siquiera se filtra la luz;
fondos casi extraterrestres en donde
aparecen de pronto monstruitos marinos con aspecto de criatura
lovecraftiana. Así también podía ser la escritura, una inmersión en sus abismales
hoyos ontológicos, las cuevas del subconsciente en donde sin duda habitan esas bestezuelas de pesadilla. Esa catarsis
llegaría y sería al mismo tiempo fiebre e interminable eyaculación, una
erupción volcánica que lo dejaría en una letárgica placidez postorgásmica. Una
obra mayor habría sido parida y entonces, solo entonces, se sentiría por primera vez con derecho a
descansar o a morir sin experimentar remordimientos. El problema es que la
muerte parecía tener más prisa que la esquiva catarsis escritural.