Cuando la historia se torna odiosa
Irremediablemente llega un momento, al tercer o cuarto día de haberla comenzado, en que empiezo a odiar la historia que estoy escribiendo. Es inevitable y he aprendido a resignarme a ello. Las fases del desarrollo de una creación literaria en estado larvario o embrionario no suelen tener demasiadas variaciones en esta etapa de mi vida. Podría hasta hacer un manual y tratarlo como un proceso fisiológico en donde el molde sólo puede ser roto por una severa anomalía. Cuando se enciende en la cabeza el foco de la historia suele haber un momentáneo y siempre fugaz lapso de éxtasis, como el marinero que inmerso en un espejismo cree distinguir una isla en donde solo hay nubes. Equiparo esta sensación al repentino avistamiento de aletas o colas de cetáceo en el Pacífico. Duran apenas un segundo o fracción. A veces logro tirar de ese hilo difuso y entonces, por un solo instante, el relato parece lleno de sentido, con mil y un posibles senderos narrativos para desarrollar. Estas cosas me ocurren desde niño. Como un destello de luz, irrumpe en mi red neuronal un posible cuento que parece alucinante y sorprendente, un engranaje casi perfecto y estructurado dentro de su aparente locura. La historia puede permanecer días, meses o años en esa condición de larva, como una eterna e inmaculada promesa de cara a un mañana por siempre postergado. Desde hace más de siete u ocho años tengo en mente una historia sobre los últimos días de Iosu Expósito de Eskorbuto pero es fecha que no escribo la primera palabra. Sé también que voy a narrar una historia sobre Jeff Hanemann y la reclusa parda que le pudrió el brazo y la vida pero el mañana se expande como un chicle hecho globo. Sé que quiero escribir una absurda historia sobre Salvador Borrego que este día ha muerto a los 102 años, sobre aquella absurdísima noche en la Casa del Lago en donde coincidieron tres hipsters y un joven neonazi. Borrego, anacrónico y desafiante, pariendo libros hermanados por el diseño editorial más chafa posible. Borrego, como un sobreviviente de la bolañesca literatura nazi en América. Una historia donde revisionistas, conspirafóbicos, cazadores de ovnis y tribuneros se den la mano en una librería pordiosera. Pero no estamos hablando de Borrego, sino de mis compulsivos legrados literarios. El 1 de enero, un video de los 69 Eyes me hizo concebir la idea de un traba gordinflón y oscuro yaciente en una silla de ruedas, empujado por un predicador cristiano de traje raído y percudido en medio de una avenida en el desierto. El entusiasmo duró tres días y al tercero simplemente abortó. Ahora me obligo a escribir una historia que odia la idea de ser escrita, que se resiste y da coletazos. Una historia que me escupe a la cara, zangolotea entre mis brazos y se escurre como un molusco lovecraftiano embarrado de aceite y mantequilla. Una historia que odia la sola idea de existir.