La ceremonia de la autodestrucción
Me aterra releer El mundo de ayer, la autobiografía que Stefan Zweig dejó en herencia luego de su suicidio en Brasil. Me aterra, porque ninguna obra refleja con tal claridad a la ilusa humanidad de principios del Siglo XX. El positivista ser humano de la Belle Epoque se creía un alumno aventajado de la Historia, alguien vacunado contra los infortunios de la guerra y el fanatismo. En los primeros meses de 1914, nadie en el mundo occidental hubiera concebido en su visión más infernal el gran altar de sacrificios en que se transformó el Siglo XX. Nadie en la bucólica Viena de Klimnt hubiera creído posible un Hitler, un Stalin o un hongo atómico sobre Hiroshima. La humanidad había aprendido de sus errores.
Dado que escribo de madrugada, inmerso aún en los efectos de once aviones y ocho ciudades en las últimas tres semanas, podría ceder a la tentación de creerme inmerso en una angustiante pesadilla. Será cuestión de ir a dormir de nuevo y despertar por la mañana con la mente despejada y taza de café en mano, escribir sobre un mal sueño en el cual los Estados Unidos cometían suicidio disparándose con un rifle de balas expansivas, cuyos proyectiles y esquirlas devastan todo a su paso. El día de ayer retornamos de Los Ángeles tras ofrecer una serie de charlas y lecturas en universidades estadounidenses como parte del proyecto Intinerarte, ligado al Festival de la Literatura del Noroeste. Fue un retorno de tráfico lento y cansancio acumulado y mientras el sol otoñal se iba desparramando sobre el Pacífico californiano la pantalla de mi teléfono iba arrojando inquietantes resultados preliminares del proceso electoral estadounidense. El conteo iniciaba con el atardecer y Donald Trump empezaba a tomar ventaja sobre Hillary Clinton. Aún confiado e iluso, creí que sería cuestión de horas para que la cordura tomara su cauce, pero al entrar a Tijuana luego de una larga fila, las votaciones empezaban a tomar una coloración rojiza y aquello empezaba a tener tintes de fiebre a la alza. Por la noche en el Cecut recibí los dos primeros ejemplares de mi nuevo libro, El lobo en su hora. La frontera narrativa de Federico Campbell que presentaremos este jueves por la tarde en el marco del Felino. La llegada de un nuevo “hijo” de papel y tinta suele ser motivo de fiesta y regocijo, pero creo que nunca antes había recibido a un vástago literario con el ánimo tan derrumbado. Poco después de las 22:00 la pesadilla empezaba a tomar forma en la pantalla de mi computadora, pero aún me negaba a creerlo hasta que el sueño simplemente me venció. Tres horas después, a la 1:30 de la mañana, desperté inmerso en un sobresalto y en acto reflejo extendí la mano hasta mi buró en donde reposaba el iPad. La pantalla arrojó sin piedad ni contemplaciones la página del diario El País y entonces irrumpió el resultado fatal como la punta de mil y un cuchillos: 290 votos electorales para Trump, 228 para Clinton. Como suele suceder cuando recibo una noticia devastadora, el primer impulso es escribir. Pronto serán las tres de la mañana y acaso un resquicio de mí se aferra a creer en la posibilidad de la pesadilla. Dentro de unas horas se desatará un diluvio editorial de teorías y explicaciones. Hoy sólo acierto a pensar que la democracia, como el libre albedrío, contempla el suicidio entre sus posibilidades. El ser humano siempre podrá consumar una democrática ceremonia de autodestrucción y la de este 8 de noviembre en los Estados Unidos es la más cruel que hemos vivido el mundo moderno. Alumnos reprobados por esa maestra de la vida llamada Historia, hoy nuestros vecinos se han arrojado voluntariamente a un pozo de inmundicia que nos ahogará a todos. He vuelto a pellizcarme y no, no es una pesadilla.