1- Hay lecturas con las que sin decir agua va y sin razón aparente, experimentas eso que en el amor llaman “buena química”. Es como si desde los primeros párrafos el libro te dijera: “voy a atraparte entre mis páginas, voy a sacudir tus pensamientos y no voy a dejarte ir hasta que llegues al final”. Eso me está pasando con Viaje al Fin de la Memoria de Gastón García Marinozzi, cuya lectura comencé ayer durante un peregrinaje sandieguino. Llevo apenas 51 páginas, pero el pronóstico es más que favorable. El punto de encuentro que me llevó hasta esta crónica caminera, fue mi propia historia no escrita del 11 de septiembre. Gastón narra en estas páginas su periplo como enviado a la Gran Manzana, a donde viajó en carro desde la Ciudad de México cuando las torres caídas aún humeaban. Yo también fui un enviado improvisado al apocalíptico otoño neoyorkino de 2001 y aquellos días en Manhattan, debo admitirlo, son la gran deuda periodística y literaria de mi existencia. Inocultable la influencia del Martín Caparrós de Los Living y traicionera la jugarreta de la memoria y el subconsciente, que hace cometer al autor un grave error cronológico con su anecdotario de Argentina 78. Este tipo de trampas de los recuerdos siempre rejegos acaban dándole sabor al caldo.
2- Alternando con Gastón leo la vida de Tolstói de Romain Rolland. El francés funge como retratista ontológico del ruso, un impertinente explorador de las profundidades de un espíritu en guerra. Cierto iluso endiosamiento de la literatura me hace creer que toda gran obra fue escrita en éxtasis, pero con sorpresa me entero que Tolstoi se confiesa aburrido y hastiado de la escritura de su Ana Karenina. “¡Me resulta insoportablemente repulsiva!” Me aterra encontrar tantas afinidades con el anarco-místico de Yásnaia Poliana. No todo fue Zorro Rojo en la FIL. También pepené un par de hermosísimos Acantilados. Qué chingona editorial.
3- En la fila me aguardan los diarios de mi viejo conocido Emilio Renzi y los dispersos testimonios de Marina Tsvietáieva sobre la Revolución de 1917. Me aguarda el farandulero premio Herralde que se ganó Marta Sanz y la ilustrada Leyenda del Santo Bebedor de Roth. Exploro los
sótanos de la Casa del Dolor Ajeno del gran Julián Herbert solo para reparar en que cuando fu vestido de Tigre al estadio Corona me salvé de acabar como un chino lagunero en 1911. En desorden leo al poeta maldito paceño Víctor Bacalari mientras nuestro pequeño cumpleañero surca la casa entera de líneas ferroviarias. Ni Porfirio Díaz puso tantos rieles alrededor del país
PD- Acaso todos estos entremeses y desvaríos literarios sean solamente un distractor para no admitir lo evidente y confesar, con pelos y señales, que estoy nervioso ante la proximidad del duelo felino. En mi vida como aficionado Tigre he admitido mil y un hecatombes y crucifixiones pero esta noche el felino mayor no puede fallar. Hoy no estoy para tragedias. Vamos Tigueres. Es tiempo de cantar un himno de victoria.
Thursday, December 10, 2015
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