Nunca llegué a mi cita con la Historia. La hija de la chingada pasó frente a mí como un tren que se sigue de largo sin detenerse en la última estación. Ahora ya puedo hablar en tiempo pasado y afirmar que nunca en 33 años como periodista fui testigo privilegiado de algo que valga la pena narrarse. La Historia con mayúsculas siempre fue esquiva y mi destino fue malgastar mi vida tecleando millones y millones de palabras que fueron envoltura de tomates, gorrito de pintor o cagadero de canarios. Mis notas no eran escritas para ser leídas sino para engordar un pretexto. Mis únicos lectores fieles fueron los empleados de comunicación de las oficinas públicas que cada mañana debían entregar a sus superiores un resumen de lo publicado en todos los periódicos e incluso ellos deben haberme leído a ojo de pájaro, sin hacer demasiadas pausas para analizar lo escrito, pues lo único seguro tratándose de notas mías, es que ahí no encontrarían nada interesante ni digno de ser reportado.
Mi gran aporte a la historia del periodismo fue mi velocidad y exactitud para transcribir discursos de políticos. También mi habilidad para destacar siempre las frases más rimbombantes en tres horas de interminable letanía. Ególatras por naturaleza, los candidatos o funcionarios que las pronunciaban estaban enamorados de sus propias peroratas y eran capaces de conmoverse hasta las lágrimas cuando leían sus cursilerías destacadas en negritas.
Friday, April 11, 2014
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