El futbol y el despertar sexual llegaron de la mano y llegaron en plan de ciclón que todo lo arrasa. El año del Mundial mexicano significó para mí cruzar un umbral. Algunos astros se estaban alineando para desencadenar el terremoto interior que me transformaría para siempre. Acaso una excavación freudiana saque conclusiones relativas al futbol como pulsión sexual en mis profundidades inconscientes. Ahora que lo pienso el entorno conspiró para que en ese 86 se transformara mi mundo para siempre. Terminé la primaria, empecé a mirar a las chicas con ojos ya no tan idílicos y redescubrí en bicicleta un nuevo universo. Por designio paterno, mis paseos ciclistas estaban limitados a un cuadro de calles comprendidas entre cuatro avenidas de San Pedro Garza García: Calzada del Valle, Calzada San Pedro, Marne y Vasconcelos. En teoría yo no debía traspasar esas fronteras. Pero la esencia del 86 y de mis doce años fue precisamente la de transgredir límites y echar abajo cualquier barrera. Una tarde crucé la Avenida Marne y me di cuenta que la ciudad tenía un rostro distinto al recorrerla solo. Mis primeras escapadas no transgredían los límites del municipio de San Pedro, pero meses después me di cuenta que me sobraban piernas y espíritu para llegar tan lejos como me lo propusiera y entonces mi bici transgredió los límites de la mancha urbana y empezó a peinar las carreteras. Mis escapadas ciclistas se volvieron suburbanas. En bici llegué hasta la Presa de la Boca y la cabecera municipal de Villa de Santiago, el aeropuerto de Monterrey en Apodaca y el poblado de Villa de García. Había vivido doce años en aquella ciudad y sentí como si la estuviera apenas descubriendo. Monterrey y sus alrededores eran míos. Mi cuerpo y mi mente, al igual que mi ciudad, también me parecían nuevos. Había cambiado el estuche y también el interior. Ahí había otra piel y otra alma.
Sunday, February 23, 2014
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