Fumarola jesuita. Por Daniel Salinas Basave
En los minutos previos al humo blanco en el Vaticano, estuve a punto de escribir algo sobre mi indiferencia y mi desesperanza frente a la elección del nuevo Pontífice. Ahora escribo de primera intención y sin demasiadas referencias cuando hace apenas unos instantes me he enterado de la designación de Jorge Bergoglio. Lo único que puedo decir ahora, es que mi estado de ánimo es distinto. Desde mi ateísmo contemplo a la Iglesia Católica pudrirse lentamente, empeñada en caminar hacia atrás, siempre opuesta a la libertad, al conocimiento, a la duda. Sin embargo, desde mi posición de no creyente, considero que es una buena noticia el que el nuevo Papa sea un jesuita. Después de todo, las mentes más abiertas, más tolerantes y más curiosas que he conocido dentro de la Iglesia Católica, son discípulos de San Ignacio de Loyola. Vaya, digamos que la estatura intelectual promedio de un jesuita y su nivel de tolerancia y apertura de ideas, suele estar muy por encima de la mojigatería y el dogmatismo radical que ha imperado en el Vaticano en los últimos papados. Pienso en los jesuitas y sus reinos de este mundo. Pienso en sus obras misioneras, siempre basadas en la igualdad, en la justicia, en la libertad, en el reparto del trabajo, como fue durante algunos siglos ese edén de Utopía llamado Paraguay. Los jesuitas, eternos rebeldes y proscritos, expulsados de los virreinatos de América en 1767, siempre hostigados por el gran poder papal, hoy llegan al trono de Roma. Digamos que en un extremo de la cuerda veo a los repugnantes herederos de la Inquisición, al Opus Dei, a los Legionarios, a esos asquerosos comerciantes de indulgencias, defensores de pederastas, promotores de intolerancia, clasismo, cerrazón e ignorancia. Toda esa basura humana, discípulos de Maciel y Escrivá de Balaguer, está pudriendo a la Iglesia Católica hasta sus entrañas. Sigo creyendo que sólo un mundo ateo puede aspirar a ser un mundo realmente libre, pero creo que la presencia de un militante de la Compañía de Jesús en Roma puede traducirse en vientos de cambio y libertad, en una iglesia incluyente, tolerante y comprensiva, amiga de la libertad de conciencia y no de la censura. Vaya, deseo una iglesia más preocupada por combatir la injusticia social, la explotación y la ignorancia y no una iglesia obsesionada por úteros y prepucios. Una iglesia a la que le ocupe combatir el hambre, el sida, el mercantilismo explotador y no los condones, las pastillas anticonceptivas o la orientación sexual de cada quien. Muy poco sé de Jorge Bergoglio. Sé que sobre él pesan acusaciones de colaboracionismo con la dictadura de Videla y me da asco su reacción frente al proyecto de matrimonios entre personas del mismo sexo, que calificó como “una movida del Diablo”. Sin embargo, el hecho de que sea jesuita y sea latinoamericano, me hace intuir que están soplando vientos de cambio. Espero no equivocarme. No voy a negarlo ni a suavizar mi postura: sigo creyendo que la única iglesia que ilumina es la que arde y considero esencialmente nociva a cualquier religión, sin embargo creo que si en Roma empiezan a ocuparse un poco más de las injusticias del reino de este mundo, en lugar de estar pagando suscripciones o haciendo méritos para un cielo cuya existencia nadie ha certificado, ya hemos dado un paso adelante.