Eterno Retorno

Wednesday, March 13, 2013

Croacia había sido apenas un ensayo. Bosnia era la guerra sin cuartel, una ceremonia de exterminio. Ahora sí tuviste la oportunidad de subir a los tanques y a los helicópteros vestido como un verdadero guerrero, con un traje completamente negro y un pasamontañas. En la retaguardia de las tropas regulares, la Guardia Voluntaria esperaba al final de las batallas para ir a liberar cada ciudad ganada. Liberar significa que ningún territorio ganado por los serbios quedara sucio por la presencia croatas o bosnios musulmanes. Se trataba de peinar las casas, los hospitales, las bodegas abandonadas y las iglesias en busca de ratas ocultas. La Guardia Voluntaria Serbia fue construyendo en pocas semanas su propia leyenda de horror. Les llamaban los Tigres, los Tigres de Arkan y eran lo más temido y abominado. Tu Kalashnikov, a la que bautizaste como mi “princesita rusa” se transformó en tu inseparable compañera. No te desprendías de ella ni para dormir. A diferencia de los soldados serbios, ustedes no tenían sueldo, ni medallas y ni falta que les hacía. Su pago era lo que podían saquear de los hogares y los comercios en las ciudades recuperadas. Te volviste un experto sabueso. Olías al enemigo en sus escondites, en sus huidas desesperadas, pero lo que verdaderamente te fascinaba era oler el miedo, el pavor que tu presencia podía generar en esos miserables. En la guerra se pierde la percepción del tiempo. Durante años el reloj de tu vida estuvo marcado por los partidos del Estrella Roja cada fin se semana. Los juegos y los resultados eran tu parámetro para medir el paso de los años. En la guerra no había conciencia alguna en torno al día de la semana. En algún momento quisiste contar los muertos como goles. Tú eras un centro delantero en un campo de batalla y cada persona muerta por tus balas era un gol para tu cuenta personal. Si en el argot futbolístico a los delanteros se les suele llamar matones del área, no había razón para la que un verdadero matón de guerra no jugara a ser delantero e hiciera de cada muerto un gol. Antes, en tu imaginaria hoja curricular, sólo podía leerse Pedrag Jerkovic, aficionado del Estrella Roja y mucho más no podía decirse. Ahora te habías convertido en Pedrag Jerkovic, guardia voluntario serbio. Pedrag el exterminador, Pedrag el barredor, Pedrag el violador. Tu nombre de guerra fue labrándose con las particularidades que te distinguían del resto de la tropa. Aunque amabas a tu “princesita rusa” más que a cualquier mujer u objeto que hubiera pasado por tu vida, disfrutabas cuando podías usar tus puños como arma letal. Lo que impresionaba a tus compañeros, es que en las operaciones de limpia, a más de un pobre diablo que pudiste rematar de un tiro en la cabeza, lo exterminaste a trancazo limpio. Nunca fuiste un torturador fino. Demasiado bruto, demasiado tosco y desesperado como para saber administrar en dosis el dolor, con la paciencia necesaria para ir arrancando confesiones como quien arranca uvas de un racimo. Tampoco fuiste un gran francotirador y disparar desde la lejanía nunca fue tu fuerte. Algunos de tus compañeros podían pasar días enteros apostados en lo alto de un edificio abandonado usando sus miras telescópicas para barrer con todo lo que se moviera en muchos metros a la redonda. Tú en cambio preferías la cercanía, ese instante de intimidad generado cuando podías patear las cabezas de los moribundos. Sin embargo, lo que verdaderamente te hizo famoso entre la tropa, fue la voracidad con la que cobrabas el botín sexual. A la hora de los saqueos que constituían el “sueldo” de la guardia voluntaria, tus compañeros iban sobre los aparatos electrónicos, las joyas, la ropa. Tú en cambio ibas siempre sobre las mujeres. Podías renunciar a quedarte sin un buen botín o incluso ponerte en peligro, pero jamás dejabas la oportunidad de cazar a esas “perras bosnias”, “perras albanesas”, “perras croatas” que se escondían en los sótanos o en las iglesias. A todas las paralizaba el terror y eso el néctar del disfrute. Abrir, penetrar y derramar sobre alguien que está tu entera merced. Estar en guerra significaba descargar. Descargar tu AK-47 y descargar tu pene una y otra vez. Ganar la guerra para la Gran Serbia significaba desgarrar vaginas, reventar culos y marcar con semen y orina los territorios recuperados. La marca inconfundible de los Tigres de Arkan.