LETRAS PRÓFUGAS DEL RACIMO DE HORCAS
¿Es la nota suicida un género literario? ¿Hay según psiquiatras y grafólogos algún patrón común que las hermane? ¿La caligrafía delata el pulso tembloroso e inseguro? ¿Las frases desnudan al alma atormentada?
Dice Wikipedia que el porcentaje de suicidas que dejan una nota es relativo. Estadísticamente existen diferencias notables entre cada cultura, grupo étnico, tipo de sociedad e incluso del método suicida de cada individuo. Se estima que entre un 12 a un 20 por ciento de los suicidios están acompañados por una nota, sin embargo, hay sociedades en las cuales alcanza un 50%. Según Gelder, Mayou y Geddes (2005) uno de cada seis suicidas deja una carta.
El momento de tomar la pluma y el papel es el penúltimo acto de la vida. Al papel y la pluma siguen el arma o el veneno; el salto al vacío o la soga. La nota suicida puede ser una declaración de principios, un poema azotado, un testamento o un simple instructivo práctico. El ordinario papelito pegado al refrigerador donde un ama de casa apunta los minutos que ha de hervirse el pollo e indica que ha dejado las monedas en la mesita del teléfono para comprar la leche. El que se suicida se marcha y deja una cuantas instrucciones que faciliten la vida a quienes se quedan.
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En la primavera de 1994, justo en los días en que la idea de marcar mi fecha de caducidad fue madurando, un magnicida y un suicida se apoderaron de nuestros temas de conversación: Mario Aburto y Kurt Cobain. Dado que yo era una adolescente de 16 años más interesada en la depresión existencial del grunge que en las oscuras conspiraciones de la narcopolítica, la muerte del líder de Nirvana me afectó más que la del candidato priista. Vaya, el suicidio de Cobain acarreaba consigo toda esa fascinante dosis de bella depresión opiácea a la que yo aspiraba. Pero mientras escribía con renovado ahínco mis notas suicidas con Rape Me a todo volumen en los audífonos, empecé a pensar cada vez más en la figura de Mario Aburto. No me obsesionaban las intrincadas historias de dobles o triples tiradores o la suplantación de la identidad del asesino. Lo que me impresionaba era el vertiginoso salto de Aburto: de ser la nada pura en su triste condición de carne desechable de maquila, Aburto saltó en un par de segundos a ser el gran demonio nacional. En una época obsesionada por los estrellatos repentinos, el magnicidio sigue siendo la receta más rápida para trascender la insignificancia. Ni siquiera las celebridades repentinas del You Tube ascienden en forma tan vertiginosa como los magnicidas. En la mañana del 23 de marzo de 1994, Mario Aburto era polvo de la línea de producción, estadística pura en las cifras de la miseria nacional. De no haber disparado esa bala sobre la cabeza del pelo afro, de no haber existido ese segundo en su vida, el 23 de marzo habría caído la noche y Aburto se habría dormido en su catre, tan anónimo e insignificante como despertó; tan anónimo e insignificante como moriría, perdido en un tornado de destinos miserables y predecibles. Pero Aburto, en su condición de asesino solitario o último eslabón de una cadena de conspiraciones, disparó esa bala y al hacerlo saltó al surrealista teatro de la opinión pública nacional. Se convirtió en el gran magnicida de la Historia de México. En cuestión de segundos, José De León Toral quedó muy chico frente a él. Esa noche, millones de mexicanos conocieron su rostro. Aburto, a quien el aburrido reportero policíaco de un vespertino de nota roja no hubiera dedicado más de tres párrafos el día que se convirtiera en víctima o asesino en una pelea barrial de borrachos, hizo gastar millones de pesos al estado mexicano y ríos de tinta a los periodistas; millones de pesos y ríos de tinta en expedientes para bucear en la mente y el entorno de un insignificante, sólo para acabar sepultados en enredos y laberintos judiciales. Nunca el sistema invirtió tanto dinero en un proletario. En aquella primavera del 94, me entretuve imaginando los últimos pensamientos de Kurt Cobain, sus dudas, sus miedos, sus cavilaciones en soledad antes de colocar la escopeta contra su barbilla. Aburto también pensó, también caviló, pero la adrenalina se impuso a la reflexión. Al igual que Cobain, Aburto se preparaba para disparar una bala, pero diferencia de Cobain, Aburto no estaba en soledad, sino entre una multitud y la cabeza sobre la que dispararía esa bala no era la propia, sino la del candidato presidencial del PRI. El magnicida es también un suicida. Sabe que al disparar esa bala está poniendo fin a su propia vida, que ingresará al sepulcro de una prisión tras haber pasado temporadas en el infierno de los interrogatorios. El magnicida es un condenado cuya agonía es más lenta que la de su víctima, pero a diferencia del suicida que simplemente se hace a un lado, el magnicida tuerce la Historia. En la sociedad del culto a la personalidad, una sola vida vale más que miles. La muerte de un candidato presidencial consume más horas de noticias y charlas de sobremesa que la muerte de cientos de familias en un terremoto. Quien arrebata la vida a una celebridad inmediatamente se vuelve célebre y en nuestro mundo egocéntrico, no hay mayor obsesión que declarar la guerra al anonimato. Sin embargo, pese a que Aburto me robó algunas horas de pensamiento, en aquella primavera de 1994 yo solamente había tomado la decisión de matar a una sola persona: yo misma. Hasta ese momento, mi destino era ser una suicida sin otro muerto en mi conciencia.