Releer Transpeninsular
Redescubrir con otros ojos un sendero ya caminando; reinventar y reconstruir las palabras con una arquitectura diferente. Eso es la relectura. El libro, como el vino, está vivo; no es un ente estático y congelado; el decantador de la experiencia puede hacerlo tomar un nuevo rostro. Más allá de su contenido, la esencia de un libro yace en el momento y las circunstancias en que es leído. En la primavera de 2002 leí Transpeninsular. La firma de Federico Campbell data de aquella ocasión en que tomé con él un curso de una semana en la Universidad de Tijuana; la semana del tristemente célebre “tecatazo”, cuando los jefes policiacos de Baja California fueron llevados a una ratonera en Tecate y subidos a un Hércules acusados de tener vínculos con la mafia. Leí Transpeninsular porque me interesaba sumergirme en la esencia incógnita de la península con vocación de Conrad, pero al final topé con algo más extremo: el hartazgo y la sobredosis de periodismo que sufre el personaje principal. La misma sobredosis de redacciones y rotativas que llevó a Fernando Jordán a sentir el “jalón del desierto” y fundirse con la arena a bordo de su jeep, contemplado en su errabundo peregrinaje por milenarios venados rupestres y soles asesinos. Perderse y mandar al carajo, desintoxicarse de noticias. Ser reportero es una enfermedad crónico-degenerativa que puede controlarse, pero jamás ser curada. El padecimiento está siempre latente y puede rebrotar, pues hay un siniestro bacilo de espíritu periodístico que habita en nuestra sangre. Ser reportero de calle por década y media fue la mejor escuela a la que pude aspirar para intentar aprender a contar historias, pero fue necesario dejarlo atrás para ahora sí ponerme a escribir y dejar de empujar todos los días la piedra de Sísifo. Actualmente, ver a mis colegas reporteros en su batalla a brazo partido con la vida diaria me produce sentimientos encontrados: a veces los envidio profundamente y pienso que deseo volver a estar en sus zapatos, con la adrenalina de la trinchera a tope, la premura de llegar a tiempo y la tiranía del cierre a cuestas, pero después pienso que ser reportero es arar en el mar. Hagas lo que hagas, empujarás una roca inútil y arrojarás palabras al vacío. Palabras que irremediablemente se llevará el viento. ¿Cuántas notas de portada firmé? No exagero si digo que más de 500 y tampoco exagero si digo que recuerdo menos del 10%. Notas y más notas; mil y un columnas que en su momento quitaron sueño y juraron ser madres de todas las batallas. Notas que hoy son polvo en el aire, carne de olvido, intrascendencia pura. La razón por la que volví a Transpeninsular once años después, fue porque los demonios de la aleatoriedad me llevaron a hospedarme en el mítico hotel La Perla; porque la caminata por el malecón paceño estuvo impregnada por la espíritu conradiano que jaló y perdió a Jordán mientras los atardeceres, como cuentas de un rosario, se amontonan en el olvido y la vida, la condenada vida, te jura tener por ahí muy bien oculto, un pedacito de sentido.