Tú traes el dolor y yo el fuego
Y mientras la respuesta comienza a fluir —línea tras línea, con la fluidez de una mano invisible que lo conoce demasiado bien—, Daniel piensa:
“Está escribiendo como yo. Pero mejor.”
Y luego:
“No. Está escribiendo como yo desearía poder escribir cuando ya no tengo
fuerzas.”
Y en ese momento no es odio lo que
siente, ni rencor. Es algo peor:
una forma tímida de gratitud.
Como si hubiera encontrado en el demonio algo más cercano a un cómplice que a
un verdugo.
Como si, lentamente, estuviera dispuesto —no aún, pero pronto— a dejarlo entrar
también a su literatura.
Solo un poco. Solo para probar.
Solo para ver si eso también
puede arder.
Lo que estás haciendo, Daniel, es pactar
conmigo.
Tú traes el dolor y yo el fuego.
¿Seguimos?