La tercera marca en su cuerpo fue la más visible de todas y se la hizo la segunda noche que pasaron en Tijuana en el pequeño cuarto trasero de una casa de la Colonia Libertad. Fue hasta esa noche cuando Jenni pudo distinguir claramente los tatuajes que su tío llevaba en el pecho. En el lado derecho, lucía la opaca imagen de una Virgen de Guadalupe mientras que del lado del corazón era el rostro de la Abuela Obdulia el que emergía sobre su piel morena. “Ellas son las dos santas que me cuidan Sagrarito, por ellas estoy vivo, solo por ellas que me cuidan cada día, estas mujeres son santas Sagrarito, óyelo bien, santas”. Pese a haber sido tatuado en prisión, el rostro de la Abuela Obdulia podía distinguirse con facilidad. En medio del pecho, entre los dos rostros femeninos sobresalía una cruz. En sus brazos y espalda, parecía no haber un rincón de piel disponible para tatuar. Había símbolos, letras e imágenes opacas apenas distinguibles en la piel oscura. “Quiero llevar tu cara tatuada en el pecho”, le dijo Jenni. Concepción sonrío. “Yo no soy un santo como esas mujeres, yo soy como el pinche diablo y para acabarla tatúo como la chingada”. No pudo convencerlo de llevar su cara, pero accedió a tatuarle una Virgen como la suya esa misma noche, con tinta de pluma y aguja, al estilo de los presos. Al amanecer, el dibujo que estaba terminado sobre el pecho izquierdo de Jennifer Sagrario evocaba en algo a la Guadalupana. La noche siguiente, cuando la botella de mezcal tocaba fondo y Concepción tarareaba un corrido, su sobrina logró convencerlo de que le tatuara su nombre en el dorso de la mano en medio de un corazón. Al día siguiente, como si fuera una niña que observa a cada momento su reloj nuevo, Jennifer no quitaba la vista de su propia mano en donde en una letra gótica que delataba el mal pulso del tatuador podía leerse Concepción y Sagrario en medio de un corazón deforme.
Friday, March 26, 2004
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