La noche más larga de Tlaxcalantongo
Perdido en la inmensidad de la sierra poblana, sometido a la tiranía de las omnipresentes lluvias e inundado por el aroma de los cafetales, yace Tlaxcalantongo, pequeño poblado del municipio de Xicotepec. Menos de 2 mil habitantes tiene actualmente este pequeño villorrio cafetalero cuyo nombre se hubiera perdido en un rompecabezas de infinitos pueblos serranos, de no haber sido por una eterna noche de furiosa tormenta que ha tatuado el nombre de Tlaxcalantongo en la historia de México.
A veces la naturaleza, el destino, la aleatoriedad o vaya usted a saber qué dios caprichoso, se encargan de engalanar las tragedias con el escenario teatral perfecto. Tlaxcalantongo, Puebla, fue el escenario del único asesinato de un presidente en funciones que registra la historia del país. Aunque el crimen a mansalva o el paredón han sido el cruel destino de algunos mandatarios mexicanos, en casi dos siglos de historia republicana sólo un presidente en funciones ha sido asesinado y el escenario de su muerte fue Tlaxcalantongo. Cierto, Francisco I. Madero fue asesinado a traición, pero el crimen se cometió tres días después de su renuncia a la Presidencia. También Vicente Guerrero fue traicionado y fusilado, pero su ejecución de produjo cuando ya había sido derrocado, mientras que Obregón fue asesinado siendo presidente electo. El único presidente mexicano asesinado en el ejercicio del poder se llama Venustiano Carranza. Aunque a algunos les sorprenda, la historia de Estados Unidos registra más asesinatos de presidentes en funciones que la de México, pero ya habrá tiempo para la historia comparada. Por ahora, hablemos un poco del Barón de Cuatro Ciénegas.
“Voy a cantar un corrido de muerte y desesperanza, de cómo fue perseguido don Venustiano Carranza. Noche del 5 de mayo de 1920, tuvo una junta en Palacio con lo mejor de su gente. Pero el destino tenía, trazados ya sus senderos, don Venustiano debía morir de tiros arteros”. Cientos de veces escuché en mi infancia aquel disco en el que Ignacio López Tarso narraba con su inigualable estilo la muerte de Carranza, alternando sus palabras con corridos. Lo escuché de niño en el tocadiscos de la sala y lo escucho ahora mismo, al momento de escribir esta columna, en el iPod. No exagero si les digo que aprendí de memoria el recital y tampoco exagero si les digo que me produce la misma emoción.
Debo aclarar que Venustiano Carranza no es ni ha sido nunca santo de mi devoción. El primer jefe del Ejército Constitucionalista fue un político consumado, con todo lo bueno y lo malo que el concepto puede encerrar. Fue un visionario, cierto, pero también un oportunista. Norteño de clase acomodada y de filias porfirianas, Carranza fue uno de los “viudos” de Bernardo Reyes, pues al igual que miles de personas en todo el país, vio al gobernador de Nuevo León marchando en caballo de hacienda para ser el sucesor de don Porfirio, hasta que el anciano dictador lo mandó a un exilio diplomático. Cancelada la candidatura de don Bernardo, Venustiano y otros tan tos reyistas se unieron, por pura y vil conveniencia, a la causa de la no reelección abanderada por Francisco I. Madero. Sin embargo, la irrupción de Carranza por la puerta grande de la historia de México se da en marzo de 1913, a los 53 años de edad, cuando siendo gobernador de Coahuila, proclama el Plan de Guadalupe en el que desconoce la usurpación del asesino de Madero, Victoriano Huerta. A diferencia de Villa, Zapata, Ángeles, Obregón y el propio Madero, nacidos todos entre 1873 y 1880, Venustiano, nacido en Cuatro Ciénegas en 1859, irrumpe en al gran teatro de la historia ya con cierta edad. Autoproclamado primer jefe del Ejército Constitucionalista, Carranza es el gran jefe político de la rebelión triunfante, destinado a ocupar la silla vacante del usurpador Huerta. Es entonces cuando la Revolución, como Cronos, se come a sus hijos. Para quitarse de encima a Villa y a Zapata, Carranza pacta con Obregón, quien en los campos de Celaya le allana el camino a la Presidencia.
Del Congreso constituyente de Querétaro y la Constitución de 1917 hablaremos en otra ocasión, pues el tema nos daría para varias páginas. Basta señalar que Carranza, como Juárez, fue capaz de vender su alma al diablo de barras y estrellas para conservar el poder. Así las cosas, el constitucionalista no dudó en abrir la frontera para que entraran a México las tropas estadounidenses de Pershing, que hicieron el ridículo persiguiendo infructuosamente a Pancho Villa. También fue capaz de asesinar a traición, pues la muerte de Zapata en Chinameca no hubiera sido posible sin los engaños de Jesús Guajardo y Pablo González, esbirros carrancistas.
Pero así como Venustiano traicionó, también fue traicionado. Álvaro Obregón, el hombre que allanó su camino a la Presidencia, fue también quien le allanó el camino a la muerte con el Plan de Agua Prieta. El tratar de imponer al timorato Ignacio Bonillas como sucesor le salió muy caro a don Venustiano. Cuando ve que la marea de la revuelta sonorense acercarse a Palacio Nacional, Carranza sale de la Capital rumbo a Veracruz llevando consigo tesoro nacional y gabinete a bordo del tren. En el camino, la caballería de Guadalupe Sánchez los hace descarrillar y con lo que queda de sus maltrechas tropas, huye a la sierra poblana, en donde el Judas del constitucionalismo, Rodolfo Herrero, los lleva con engaños a la trampa de Tlaxcalantongo. La madrugada de aquel 21 de mayo de 1920 se desata el diluvio sobre pueblo cafetalero. Carranza duerme profundamente en un jacal. A los truenos del cielo sigue el rugir del máuser en la tierra. En las tinieblas brillan los fogonazos alumbrando las caras de los asesinos. Las paredes de palma del humilde jacalito quedan despedazadas por las balas, lo mismo que el cuerpo de don Venustiano. Sólo queda el olor a pólvora y tierra mojada. Aún no amanece en Tlaxcalantongo.