Eterno Retorno

Wednesday, May 20, 2020

La matazón nos da a llenar, pero no todas estas toneladas de carne humana que debo acomodar en el frigorífico son producto de la disque guerra del narco. El gobernador te va a decir que cada muerto es un pillo mañoso que se buscó su muerte y se la merecía, pues de esa forma las buenas conciencias se sienten tranquilas y a salvo, pero yo sé que no es así. Muchos de los muertos ni la debían ni la temían. A muchos los mataron en algún asalto, por robarles el celular o los tenis, por estar en el lugar equivocado cuando se soltó la balacera. A otros les dieron piso nomás porque sí, por las razones de siempre, las que solían costar la vida en los tiempos en que yo era morrito: por andar de cabrones y cogelones con la persona equivocada (la más típica); por cobrarse una afrenta añeja o una deuda impagable; por echarle una mirada pasadita de culera a un compadre malacopa; por andar escuchando banda y corridos con el volumen a tope a las tres de la mañana; por estacionar el carro en la cochera del vecino; por tronar los chicharrones y demostrar quién es más cabrón y quién la tiene más grande; por mexicana y tijuanera alegría. A esos súmale los que se mueren accidentalmente, que también son un chingo: los deportados que amanecen tiesos en el canal con una jeringa enterrada entre los chancros llagados de sus brazos; los atropellados en la Vía Rápida y en la Avenida Internacional cuando van huyendo de la placa; los que se mueren de hepatitis, de cirrosis, de tuberculosis o nomás de pinche frío envueltos en papel periódico debajo de un puente. También esos cuentan y hacen bulto. Y ni hablar de los suicidas, que también son epidemia. Lo de darse muerte siempre ha sido una alternativa, una puerta disponible para quien quiera abrirla, pero en los últimos años parece más bien una puerta giratoria de centro comercial que no para de dar vueltas. Los hoteles malamuerteros de la zona norte son los favoritos de los que se matan por su propia mano, pero también los condominios de lujo con vista al Océano Pacífico. Gringos viejos para quienes la Baja es un moridero y que al final acaban aquí, ocupando espacio en el suelo en lo que el consulado averigua si acaso sobra por ahí un improbable familiar que quiera aventarse el tiro de reclamar y repatriar el cuerpo. Mientras eso sucede nosotros lo guardamos.