Intuyo que no es fácil ser colibrí en invierno. Bueno, ni siquiera estoy seguro de si es fácil ser colibrí, o si semejante juicio de valor sea aplicable a la vida de un pajarito. Tal vez él piense que mi vida no está tan curada como la suya (¿acaso es fácil haber cruzado la mitad del camino de vida dedicado a la pepena de palabrería en un voraz mundo digital donde casi todos somos prescindibles?). Bueno, el caso es que el colibrí en cuestión se puso en un atípico plan contemplativo. Lo común es ver a estos animalitos en su fase de mini helicópteros ultrarevolucionados, girando a mil aleteos por segundo en torno a una flor, pero no es cosa de todos los días verlos parados sobre una ramita oteando el paisaje y cavilando posibles alternativas a seguir en medio de una lluviosa mañana de enero. Pero el caso es que el colibrí posó sobre la enredadera y hasta se dejó retratar con su piquito alfiler al aire, recortando la oscuridad del cielo con su mínima silueta. A veces quisiera poseer por un minuto la carta de navegación de un ser que comparte nuestro entorno pero lo mira de una forma radicalmente distinta a la nuestra. La ciudad contemplada desde los ojos de un colibrí que tiene perfectamente inventariadas las flores del barrio, o de un topo, que conoce y domina un laberinto de pasadizos subterráneos yacientes bajo nuestros pies. La línea del horizonte urbano que contemplan los delfines que saltan frente al Malecón de Playas de Tijuana, y la divina ignorancia sobre límites geopolíticos ostentada por la gaviota que observa el Pacífico parada sobre el muro fronterizo, para quien el helicóptero de la Border Patrol es solo un zumbido monserga y el aburrido migra de la colina un patético espantapájaros.
Los mil ojos de una mosca, la iluminada ceguera del microorganismo, los lentes un millón de artefactos digitales cazando escenas e instantes, la ciudad de construida, diseccionada, fragmentada en un millón de legos.
Monday, January 21, 2019
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