En sus párrafos yace el olor del viento en el Golfo de México, la atmósfera de sudores dulzones en una cantina del centro de Tampico. Aunque leas en silencio y con la boca seca, cuando estás frente a un libro de Rafael Ramírez Heredia estás escuchando música y tus labios se mojan con una cerveza de puerto. Sin haber estado en Tapachula, siento que con La Mara he respirado el aire de la tijuanita del Sur, de la misma forma que Tepito y sus santas muertes se reinventan cada que releo Esquina de los Ojos Rojos. Pero si como narrador es extraordinario, como tallerista fue un fuera de serie. Si en esta enlodada cancha literaria a alguien puedo llamar Maestro, así con mayúsculas, es al gran Rayito Macoy. En su taller en la vieja estación ferrocarrilera de Monterrey, aprendí que uno no puede andar por la vida defendiendo sus textos como un papá-cuervo y que debe liberarlos y dejarlos vivir. Intuí que existe algo llamado malicia literaria y me di cuenta que encontrar un buen tallerista que no se limite a decirte “qué chingón escribes” sin leer jamás un párrafo, es algo así como un diamante en el carbón. La última vez que lo vi, fue cuando vino a presentar La Mara a Tijuana, justo la noche del funeral de Francisco Ortiz Franco. Creo que si pudiera pedirle un deseo al genio de la lámpara, sería poder encontrar algún día un tallerista tan bueno como él.
Sunday, April 08, 2012
En sus párrafos yace el olor del viento en el Golfo de México, la atmósfera de sudores dulzones en una cantina del centro de Tampico. Aunque leas en silencio y con la boca seca, cuando estás frente a un libro de Rafael Ramírez Heredia estás escuchando música y tus labios se mojan con una cerveza de puerto. Sin haber estado en Tapachula, siento que con La Mara he respirado el aire de la tijuanita del Sur, de la misma forma que Tepito y sus santas muertes se reinventan cada que releo Esquina de los Ojos Rojos. Pero si como narrador es extraordinario, como tallerista fue un fuera de serie. Si en esta enlodada cancha literaria a alguien puedo llamar Maestro, así con mayúsculas, es al gran Rayito Macoy. En su taller en la vieja estación ferrocarrilera de Monterrey, aprendí que uno no puede andar por la vida defendiendo sus textos como un papá-cuervo y que debe liberarlos y dejarlos vivir. Intuí que existe algo llamado malicia literaria y me di cuenta que encontrar un buen tallerista que no se limite a decirte “qué chingón escribes” sin leer jamás un párrafo, es algo así como un diamante en el carbón. La última vez que lo vi, fue cuando vino a presentar La Mara a Tijuana, justo la noche del funeral de Francisco Ortiz Franco. Creo que si pudiera pedirle un deseo al genio de la lámpara, sería poder encontrar algún día un tallerista tan bueno como él.
<< Home