Sí, esto también es del Racimo de Horcas, esa caótica creación multipolar (¿novela? ¿ensayo?) que navega en mis amaneceres en busca de sentido.
En México el amarillismo del corazón se ha reservado al mundo de la farándula, una galería de artistillas de la tele cuyos romances, infidelidades e imperfecciones anatómicas parecen obsesionar a millones de personas. Cuestión de fijarse en la caja de cualquier supermercado y contar cuántas revistas con grandes culos en la portada tratan de seducir al comprador, que intenta ajustar los centavos para pagar su despensa semanal. Revistas con culos grandes y una nota espectacular sobre alguna infidelidad matrimonial, un divorcio inminente o el acecho de la celulitis en el cuerpo de una diva sorprendida in fraganti en la playa luciendo unos aberrantes kilos de más. La prensa política, por ácida y crítica que sea, siempre ha retratado a los funcionarios en su dimensión formal. Puede retratarlos dormidos en las sesiones de la cámara o profiriendo insultos a sus rivales, pero siempre en su dimensión de políticos. Tarde comprendieron los empresarios de la información que a la inmensa mayoría de los mexicanos eso les vale madre. Si hay un artículo constitucional que genera complejos en este país, es el doceavo, que prohíbe los títulos de nobleza. Somos una nación de vocación aristocrática, de príncipes y plebeyos, donde los hombres que mecen la cuna y controlan millones de vidas, sufren al no poder aspirar a ser llamados vizcondes, duques o cualquier título que marque diferencias con las míseras plebes. El infaltable “licenciado”, símbolo máximo de nuestra coloquial pleitesía, ya no traza límites ni encumbra a nadie en altares, pues hoy cualquier pelagatos carga consigo una licenciatura en una universidad patito. Pero los millonarios mexicanos, cuyos capitales envidiaría cualquier principito europeo ahogado en deudas, no tienen derecho al título de nobleza que les coloque esa piel de dioses a la que sólo pueden aspirar las familias reales. Entonces estalló el boom de las revistas políticas del corazón. Si los europeos tienen su revista Hola para hacer lucir a sus princesas, los mexicanos tendríamos nuestras revistas dedicadas a elevar a los patanes de nuestra política a su soñada condición de reyes. En el país donde el desempleo se reproduce como plaga y donde la mafia compite por ver qué ejecución resulta más dantesca, las revistas del corazón político multiplican sus ventas. Una nación de esclavos del salario mínimo, martirizada por bancos e inmobiliarias, aterrorizada por el crimen organizado y desorganizado, se entretiene leyendo notas sobre las fiestas a las que acuden los seres que la tienen agarrada del cuello. Los personajes que una semana salen en portada de la revista Proceso presentados por los militares como criminales, aparecen un mes después en la portada de la revista Caras regodeándose en una fiesta o mostrando sus mansiones. Los corruptos legales caminan sonrientes en pasarelas mientras millones de mexicanos miserables los admiran y envidian. Los odian, sí, pero no porque piensen que el origen de su riqueza es ilegal o porque se enriquecen gracias a un sistema económico diseñado para aplastar a la clase media; los odian porque el común de los mexicanos desean ser como ellos: millonarios, frívolos e irresponsables, célebres por sus escándalos de faldas y sus hijos no reconocidos. La política asumida y reconocida abiertamente como el gran circo del ridículo y el cinismo, donde el debate de propuestas e ideas se limita a las 140 palabras de twitter. En ese escenario de legisladores jovenzuelos ensimismados en sus iPads mientras en tribuna se juega el futuro del país, de caras de candidatos cuarentones diseñadas por el cirujano facial y postizas sonrisas de dentista, fue donde irrumpió el ser que encarnaba esa esencia de frívola estupidez en cada costado de su ser.