Presentadores de libros
Muchas veces he manifestado en este espacio la repugnancia que me generan las presentaciones de libros, liturgia de tedio y aburrimiento sin igual. Sin embargo, debo confesarlo con un dejo de vergüenza (y me confieso como católico para pedir la absolución) que el mes pasado fui invitado a presentar un libro en la feria y malamente no me negué. Al acudir me hice acreedor a recibir un escupitajo por no ser coherente con lo aquí publicado. Es más, prometo que si alguien desea escupirme por haberme prestado a semejante ritual de soporífera culturosez, juro quedarme cristianamente callado y no devolver el escupitajo o zorrajar un chingazo como es debido. Carajo, denme chance, se trataba de Mario Bellatin, un escritor que aprecio de sobremanera y de su Liebre muerta, experimento de autoplagio intereante. Pero les juro, traté de ser lo menos aburrido posible y me limité a iniciar la presentación diciéndoles que la tarde de 1998 en que compré mi primer libro de Mario Bellatin, venía regresado de un partido de los Tigrillos (que no de los Tigres) y compré el libro únicamente por que me llamó la atención el dibujo de Julio Galán que venía en la portada, pues yo no tenía ni la más remota idea de quien era Mario Bellatin. Y así la cosa. Por supuesto, no llevé ni un papel, ni preparé ningún discurso. No se si sea que en mis cursos de oratoria me machacaban mucho la idea de que leer en público era propio de inseguros, pero lo cierto es que detesto a la gente que habla en público con sus ojos puestos en un papel y no en su auditorio. La gente que lee en público no merece mi respeto. La gente que lee en público refleja sus complejos y su inseguridad. Sean políticos, empresarios, maestros de ceremonia, sea quien sea que tome un papel para dirigirse a un auditorio durante un discurso y no se sienta con la confianza para platicar mirando a los ojos y dejando que el lenguaje fluya natural, es alguien que merece mi desconfianza. El teorreico que presentó al autor antes de mí, como todo buen teorreico, leyó. No se le puede pedir otra cosa a un teorreico. Jamás despegó los ojos de su papel, en donde decía exactamente lo mismo que había publicado en su aburridísima revista. Háganme ustedes el pinche favor y la falta de respeto, sería tanto como que yo hubiera leído íntegro el Pasos de Gutenberg, con puntos, comas y errores. Y para acabarla, era un texto con todo el lenguaje típico e insufrible del culturosiento que parece decidido a dormir a su auditorio y a hacer jurar a todos que eso que llaman literatura es el tópico más aburrido del mundo. Que perra falta de respeto. Que ganas de hacer de la literatura un sinónimo del tedio ¿Por qué no mejor platicar? ¿Tan difícil resulta una charla?
Muchas veces he manifestado en este espacio la repugnancia que me generan las presentaciones de libros, liturgia de tedio y aburrimiento sin igual. Sin embargo, debo confesarlo con un dejo de vergüenza (y me confieso como católico para pedir la absolución) que el mes pasado fui invitado a presentar un libro en la feria y malamente no me negué. Al acudir me hice acreedor a recibir un escupitajo por no ser coherente con lo aquí publicado. Es más, prometo que si alguien desea escupirme por haberme prestado a semejante ritual de soporífera culturosez, juro quedarme cristianamente callado y no devolver el escupitajo o zorrajar un chingazo como es debido. Carajo, denme chance, se trataba de Mario Bellatin, un escritor que aprecio de sobremanera y de su Liebre muerta, experimento de autoplagio intereante. Pero les juro, traté de ser lo menos aburrido posible y me limité a iniciar la presentación diciéndoles que la tarde de 1998 en que compré mi primer libro de Mario Bellatin, venía regresado de un partido de los Tigrillos (que no de los Tigres) y compré el libro únicamente por que me llamó la atención el dibujo de Julio Galán que venía en la portada, pues yo no tenía ni la más remota idea de quien era Mario Bellatin. Y así la cosa. Por supuesto, no llevé ni un papel, ni preparé ningún discurso. No se si sea que en mis cursos de oratoria me machacaban mucho la idea de que leer en público era propio de inseguros, pero lo cierto es que detesto a la gente que habla en público con sus ojos puestos en un papel y no en su auditorio. La gente que lee en público no merece mi respeto. La gente que lee en público refleja sus complejos y su inseguridad. Sean políticos, empresarios, maestros de ceremonia, sea quien sea que tome un papel para dirigirse a un auditorio durante un discurso y no se sienta con la confianza para platicar mirando a los ojos y dejando que el lenguaje fluya natural, es alguien que merece mi desconfianza. El teorreico que presentó al autor antes de mí, como todo buen teorreico, leyó. No se le puede pedir otra cosa a un teorreico. Jamás despegó los ojos de su papel, en donde decía exactamente lo mismo que había publicado en su aburridísima revista. Háganme ustedes el pinche favor y la falta de respeto, sería tanto como que yo hubiera leído íntegro el Pasos de Gutenberg, con puntos, comas y errores. Y para acabarla, era un texto con todo el lenguaje típico e insufrible del culturosiento que parece decidido a dormir a su auditorio y a hacer jurar a todos que eso que llaman literatura es el tópico más aburrido del mundo. Que perra falta de respeto. Que ganas de hacer de la literatura un sinónimo del tedio ¿Por qué no mejor platicar? ¿Tan difícil resulta una charla?