Eterno Retorno

Friday, January 10, 2020

Justo es aclarar que no soy un tamborilero improvisado. También sería pertinente señalar que aunque alcancé una dosis de celebridad tocando un thrash puercote y despiadado, mis ambiciones eran llegar a ser un percusionista virtuoso. Hay ciertas pasiones de preadolescencia capaces de patear el alma o los huevos por toda la eternidad. Una de esas patadas contundentes la recibí la noche en que me quedé a dormir en el desván que servía como casa a mi malogrado tío Adelfo, el hermano menor de mi madre, oveja negra de la familia; carpintero de ocasión, mariguano de tiempo completo y coleccionista irredento de rock setentero. Algún azar de un destino sin duda abominado por mi progenitora, hizo que me viera obligado a pasar una noche en el tecurucho que fungía como hogar de mi tío Adelfo, un sitio donde entre mil y un vejestorios de madera carcomida y un catre oxidado, yacía un atiborre de vinilos de bandas que creyeron tocar los cielos a mediados de los setenta. Completaban el mobiliario un cementerio de bachas de hierba quemada, un cerro de botellas vacías de marcas sospechosas y un amasijo de platos y tambores que juraban ser una batería. Mis once años eran, bajo el criterio de mi tío, edad más que reglamentaria para destapar cervezas e iniciar una maratónica sesión musical que incluyó Black Sabbath, Deep Purple, Rainbow y una demostración de deporte extremo en la que mi tío hizo lo posible por dejarme en claro que un carpintero mediocre sin más oficio ni beneficio que consumir mariguana, podía ser un aspirante al virtuosismo. Mi tío Adelfo puso en su tocadiscos el 2112 de Rush y acto seguido se sentó en la batería. La bienvenida con afanes de película espacial la representó mi tío como una suerte de catarsis de monje tibetano preparado para entrar en trance. Ojos cerrados, brazos extendidos, músculos en tensión y de pronto sin decir agua va, empezó a pegarle a los tambores intentando seguir puntualmente el ritmo escupido por las bocinas. En su más bien humildona batería, mi tío hizo esfuerzos más que dignos por emular a Neil Peart y acaso sería por el par de cervezas que a los once años de edad pegan como patada de mula en las emociones, pero esa noche tuve la seguridad de que entre mi tío y el baterista de Rush no había diferencias significativas. Mi segunda conclusión, a la que llegué a la mitad de la tercera cerveza, fue que con una dosis de esfuerzo e inspiración yo podía tocar el 2112 tan cabronamente como lo tocaban mi tío y Neil Peart. Esa misma noche, con once años de edad y tres cervezas encima, me senté por vez primera frente a una batería. Mi vida no volvió a ser la misma.