Las vidas que se van, las vidas que se fueron
Debe ser la omnipresencia de la Muerte cuya sombra parece tener premura por desparramarse sobre tanto colega de oficio en el último año. Creo que desde el adiós de Federico Campbell el pasado invierno hemos seguido una larga fila funeraria de periodistas y escritores. El mes pasado, cuando dijo adiós Vicente Leñero, un pensamiento repentino me tomó por asalto: Sigue Scherer.
Imaginé, como si la tuviera en mis manos, la edición especial de Proceso con su rostro en la portada. Imaginé estar leyendo las columnas de homenaje que ahora leo, el brutalmente honesto dolor de sus seres queridos, de sus millones de lectores y de todos esos guerreros de un periodismo de raza en quienes Scherer sembró una semilla. Claro, imaginé también los mil y un twits de condolencias por parte de políticos y basuras humanas de toda ralea a los que Julio combatió hasta el último día. Imaginé las peroratas, los obituarios, los cacareos oficialistas en pro del buen periodismo en un país ahogado en la mierda. Un México donde si la impunidad no es más grande, se debe que por fortuna existió un Julio Scherer y una escuela de periodismo de puño cerrado. No había en México mucha gente que se atreviera a levantar una trinchera de defensa a ultranza de la libertad de expresión en una época en que el intocable tlatoani de Los Pinos parecía ejercer una suerte de mandato divino.
Paradojas del destino o capricho de una canija aleatoriedad adicta a los símbolos: el último texto que Julio Scherer publicó en Proceso, en el ejemplar número 1988, fue su despedida a Vicente Leñero, el entrañable amigo, el compañero en esa brega de eternidad propia de salmones, fallecido el pasado 3 de diciembre. “Vicente, Vicente”, fue el título del último escrito de Scherer en la revista que fundó en 1976 después del cuchillazo presidencial a Excélsior. Las palabras que Vicente dijo a su amigo poco antes de morir fueron heraldos del final: “Llegó nuestro tiempo, Julio”. Las vidas que se van, las vidas que se fueron. Solo 34 días sobrevivió Scherer a Leñero. Otra rara jugarreta de esa lotería cronológica, es que Scherer ha fallecido el mismo día que Juan Rulfo. El mayor cuentista mexicano de nuestra historia y el mejor periodista investigador que ha habido en este país murieron el 7 de enero con 29 años de diferencia.
Cierro los ojos y los veo caminar por Paseo de la Reforma entre los puestos de periódicos, luciendo trajes de antaño, con las yemas de los dedos marcadas por tanta tecla de máquina ruda. Por un momento trato de reconstruir sus charlas desde la redacción de Excélsior hasta la trinchera eterna de la calle Fresas en la Colonia del Valle. Imagino las discusiones por mil y un portadas, las blancas madrugadas de cierre, las amenazas de Bucareli, las llamadas intimidatorias desde algún teléfono de Los Pinos, la emoción por la nota conquistada después de meses de picar piedra, la camaradería reporteril tan similar a la de soldados en la línea del frente.
Leo su elegancia prosística en desuso, la sobriedad y la riqueza de su lenguaje, el espíritu siempre curioso, la eterna duda siempre afilada. Ellos están ahí y de pronto los veo convertirse poco a poco en sombras, fantasmas de una era del periodismo que se nos está yendo para siempre.