Eterno Retorno

Monday, January 05, 2015

Mi tesis de licenciatura se tituló La nota suicida como un género literario. Análisis prosístico de las cartas póstumas de cinco escritoras. Me di a la tarea de disertar sobre los párrafos finales de Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y Anne Sexton. Si bien la galería de literatos autoinmolados es inmensa y caleidoscópica decidí concentrarme en cinco mujeres. De las tres primeras había leído algo en mis años preparatorianos, pero para la elaboración de mi tesis me sumergí a profundidad en el trabajo de Plath y Sexton y en la destructiva relación que mantuvieron. Imaginé hipotéticos diálogos de ese par de poetisas bipolares y borrachas mientras compartían martinis en el Ritz de Boston y me congratulé de no haber tenido nunca una amiga con la que compitiera para ver quién se suicidaba primero. Plath se adelantó en todo a Sexton. Cuando Anne descubrió lo que es un soneto luego de pasarse la vida lavando pañales, recibiendo golpes del marido y dando golpes a sus hijas, Sylvia había publicado con gran éxito su primer libro. Se conocieron en el taller literario de Robert Lowell y como suele suceder con las mejores amigas, compitieron en todo, como escritoras y como suicidas vocacionales. Anne era más visceral y descarnada, aunque también más histriónica y escandalosa. Se la pasó anunciando su suicidio por telegrama, pero Sylvia se le adelantó por once años. Esa muerte era mía. La muerte que hablaba como novias conspiradoras/ La muerte por la que bebíamos. El mejor poema de Sexton fue La muerte de Sylvia. Nunca dejó de reclamarle que se adelantara, pero tardó once años en seguirla durante los cuales fue desparramando una poesía cada vez más caótica y descarnada entre desayunos de alcohol y antidepresivos. Su suicidio me pareció el no va más de lo grotesco, una descomunal broma de humor negro y la despiadada herencia de un trauma infantil para sus desafortunados hijos. Ni siquiera en mis cuentos adolescentes de Ipanema se muere hoy imaginé a una mujer metiendo la cabeza en el horno de la estufa mientras sus hijos pequeños duermen en la habitación. Encender el gas y quedar con tres cuartas partes del cuerpo afuera de la cámara mortuoria, inolvidable escena para los dos niños que bajan a desayunar a la cocina preguntándose acaso por el silencio de su madre. Ni siquiera mi demencial Ipanema fue tan despiadada. Por fortuna, ni Ipanema ni yo tuvimos un Ted Hughes que se encargara de administrar y en su caso incendiar nuestro legado. No fuimos torturadas ni engañadas por un poetita macho prepotente. El último poema de Sylvia Plath, por cierto, no fue una lúgubre oda a la muerte, sino un simple instructivo para el desayuno de sus hijos y la compra de la semana.