¿El periodismo o el ensayo?
El
ensayo literario y la crónica tienen ambos vocación de ornitorrincos. Son
géneros monotremas con pelaje de mamífero, pico de pato y aletas de pez.
También aquí he incurrido en el vicio de engendrar ajolotes prosísticos. Por
ejemplo, El lobo en su hora es en teoría un ensayo (o por lo menos ganó
un premio de ensayo) pero tiene no pocos capítulos que pueden leerse como
crónicas. El Samurái es una crónica, pero tiene escarceos ensayísticos.
Peor aún: Vientos de Santa Ana es una novela (o al menos fue finalista en
un premio de novela) pero la principal crítica que le han hecho es que parece
más un ensayo sobre las miserias e ingratitudes del periodismo. Tienen razón:
soy más ensayista que novelista. En cualquier caso, la crónica purista sí que es estricta. Una
cronista de cepa como Leila Guerriero no admitiría desvíos. El texto que más
veces me han bateado y devuelto en mi vida fue una crónica que publiqué en
Gatopardo llamada En el nombre del padre. El editor, Guillermo Osorno, no se
cansaba de darme batazos hasta que por
fin salió. La buena crónica es
descriptiva y apela a los sentidos, mientras que el buen ensayo es, sobre todo,
reflexivo. El ensayo literario a lo Montaigne es pensar en voz alta,
conjeturar, preguntarse y responderse. Los dos me apasionan, pero si me pones
contra la pared y debo elegir entre uno u otro, entonces elijo… el ensayo.