Eterno Retorno

Tuesday, January 21, 2020

Un cierto desasosiego es lo que sientes cuando pasas largos minutos leyendo cuentos portugueses en la antesala de un laboratorio aguardando a que te saquen sangre. ¿Quieren una cruel imagen de la cuesta de enero? No es tan solo la prototípica estampa de los glotones inscribiéndose al gym, sino la de la larga fila de pacientes que esperan turno para hacerse análisis. En laboratorios Certus debes sacar numerito como en carnicería y aguardar de pie, pues todas las sillas están ocupadas. Leo la caída de un ángel de Afonso Cruz (Af, así, sin L). Una mujer mayor va descendiendo por unos círculos infernales hechos de pura sustancia de duermevela. Narra que frente a su casa vivía un señor que se apellidaba Persona, pero que tenía dificultad en ser solo una persona (que si lo conoceré a ese tal poeta de nombre Fernando, Ricardo, Bernardo, Alberto...) La señora (alerta de spoiler) acaba saltado de un séptimo piso. Yo sigo aguardando mi turno y no me es dado saltar a ninguna parte. En las filas y salas de espera suelo llevar libros de cuentos como compañeros. Los leo en riguroso desorden. Sigo con Goncalo M. Tavares y su fotográfica historia del vampiro del Belgrado. He venido al laboratorio por mi propio pie. Nadie me ha mandado. Voy a poner a alguien a leer el hermético lenguaje de mi sangre. Bueno, hermético para mí, que no sé descifrar sus mensajes. Para un laboratorista ese lenguaje es lo más ordinario del mundo y lo que mi sangre tiene que decirle o gritarle está clarísimo. Pura vil y predecible rutina. Por fin llega mi turno. Hay un cierto desasosiego al sentir la liga presionando tu vena, al mirar a la enfermera destapar la aguja, al ver emerger el rojo fluido llenando el frasquito. Ahí está la sangre, lista para narrar derrumbes y catástrofes apocalípticas. Dos cuentos lusitanos después, todo ha concluido. PD- Imaginé que mi sangre narraría una historia de horror y que en sus glóbulos estaría escrita una sentencia fatal, pero al final todo quedó en lo predecible. Las huellas de ciertos excesos están ahí, pero sobre mi cuello no se ha posado (todavía) la espada del abismal ángel de la condena. Claro, condenado estoy, como todos lo estamos, pero hasta ahora ha salido barato. Por herencia queda el desasosiego y tantísimos cuentos para ser leídos y otros tantos aguardando impacientes el siempre postergado momento en que de una puta vez me decida a escribirlos.